Vulnerables pero resilientes

Uruguay es un país muy vulnerable a la variabilidad y al cambio climático, algunos de cuyos efectos afectan lentamente los ecosistemas y la diversidad biológica pero otros tienen una incidencia muy visible, directa y drástica sobre la vida de las personas, tales como las sequías, las inundaciones o los tornados.
Esto significa que, a pesar de las acciones de adaptación ya emprendidas, el país enfrenta significativas y crecientes pérdidas económicas, sociales y ambientales debido al impacto del cambio climático sobre la vida cotidiana de las personas y también sobre actividades relacionadas con la producción de materia prima y alimentos, la subsistencia de nuestros recursos ganaderos y agrícolas o el turismo.
De acuerdo a datos del Segundo Informe Bienal de Actualización en materia de cambio climático, presentado por el gobierno nacional a fines del año pasado, los cambios afectan en forma importante las precipitaciones que, en los últimos treinta años han ido adquiriendo mayores valores, lo que constituye una tendencia general creciente en el último siglo. Algo similar pasa con la evolución de la temperatura media anual y además, nos hemos vuelto particularmente sensibles a los eventos extremos, como sequías, inundaciones, olas de frío y de calor, vientos fuertes, tornados, granizadas, heladas, lluvias fuertes y tormentas severas.
Todas estas amenazas naturales unidas a situaciones de exposición y vulnerabilidad social determinan múltiples –y en algunos casos fuertes– impactos sobre las poblaciones, las infraestructuras, los ecosistemas, la biodiversidad y, especialmente, el sector agropecuario que es la base de nuestras exportaciones.
Sólo por citar algunos, entre los eventos extremos vividos en los últimos años se encuentra la sequía de 2008, las inundaciones de 2014, los siete meses sin lluvia ocurridos entre enero y julio de 2015, considerada una de las sequías más importantes de los últimos tiempos que desencadenó la emergencia agropecuaria y, como si fuera poco, en diciembre de ese mismo año, en pocas horas, se alcanzaron precipitaciones de más de 200 milímetros provocando importantes inundaciones que determinaron el desplazamiento de sus hogares de entre el 5% y el 15% de la población de tres departamentos del litoral oeste del país y se registraron importantes pérdidas en viviendas e infraestructura urbana, además de impactos psicosociales, según se consignó en el referido informe.
Sin embargo, nuestra historia de eventos extremos recientes no termina ahí, sino que a ello hay que agregar el tornado categoría F3 con vientos de 300 kilómetros por hora que azotó Dolores en abril de 2016 causando seis muertes, 200 heridos y más de 7000 damnificados, así como pérdidas materiales de aproximadamente 30 millones de dólares. En el mismo año, el exceso de lluvia causó importantes daños en la agricultura y la infraestructura vial. No hay que olvidar el impacto costero del cambio climático y los eventos extremos, no sólo porque en la costa atlántica vive el 70% de la población del país sino porque allí está la principal fuente de ingresos del turismo que, hoy en día, es el sector más pujante en cuanto a la generación de divisas para el país.
La enumeración podría seguir pero es suficiente a los efectos de señalar la necesidad de atención del problema, lo que implica que el gobierno nacional y los gobiernos departamentales y locales incluyan fuertemente el tema en sus agendas y dispongan de recursos permanentes para hacer frente a las consecuencias y la prevención de impactos de fenómenos naturales vinculados al cambio y la variabilidad climática.
Esta necesidad, reconocida por el propio informe nacional antes citado y por el Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente en el marco del Sistema Nacional de Respuesta al Cambio Climático, implica que el Estado asuma generalmente gran parte de las pérdidas ocasionadas destinando recursos para compensarlas en los casos posibles, pero además resulta claro que es necesario contar con medios de implementación adicionales específicos para apoyar medidas de adaptación que amortigüen este tipo de impactos y eviten costos mayores en el futuro.
El cambio climático y su impacto sobre la biodiversidad y la vida de las comunidades son temas centrales de las políticas de desarrollo sustentable y de las investigaciones y acciones de trabajo de diferentes organismos e instituciones del ámbito público y privado, la academia y las organizaciones sociales.
Por esto es que actualmente el país cuenta con una Política Nacional de Cambio Climático con un horizonte 2050 fue elaborada durante el año 2016 en el marco del Sistema Nacional de Respuesta al Cambio Climático y la variabilidad y se vienen desarrollando desde hace ya algunos años acciones concretas de respuesta a este fenómeno.
Estas acciones de mitigación se vienen implementando en varios sectores de la economía, principalmente en los ámbitos de la energía y agropecuario, pero también se han desarrollado acciones en otros sectores como el de residuos. Por ejemplo, la descarbonización de la matriz eléctrica, alcanzada a través de la incorporación de alrededor de un tercio del total de la capacidad instalada en energía de fuente eólica o la fuerte disminución de las emisiones de gases de efecto invernadero por unidad de producto en uno de los principales rubros exportadores del país como la carne vacuna, son importantes logros para un pequeño país que, como el nuestro, tiene únicamente una participación del 0,08% de las emisiones globales de Gases de Efecto Invernadero.
Actualmente, con un modelo de desarrollo resiliente y bajo en carbono, Uruguay necesita avanzar en medias de prevención, adaptación y aumento de las capacidades locales en otras cuestiones que afectan la vida cotidiana de la gente en situaciones de eventos extremos.
En este sentido, resultan importantes las acciones que se puedan instrumentar desde los niveles de gobierno más cercanos a la población, como las intendencias y los municipios. Algunos gobiernos departamentales están cofinanciado numerosas actividades destinadas a la adaptación o mitigación del cambio climático y a la infraestructura sostenible –como mejoras en zonas costeras y del deterioro ambiental de ríos, recuperación de áreas naturales y prevención de efectos de inundaciones-, lo que representa una evidencia de la inclusión de estos temas en sus agendas.
Es por allí donde hay que avanzar con conciencia e inteligencia para construir resiliencia, lo cual constituye un gran desafío ante un fenómeno que continúa agravándose y demanda recursos económicos y respuestas integrales.