Y el 2019 será igual

En lo que va de 2019 llevamos igual cantidad de asesinados que días. Y la estadística no falla, a pesar que no se monitorean los casos de fallecidos varios días después a raíz de las heridas recibidas; de lo contrario la cifra sería algo superior.
Aunque se dio a conocer en los últimos días a raíz de los datos de homicidios que difunde la Fundación Propuestas (Fundapro) vinculada al Partido Colorado, hace al menos una década que la Organización Mundial de la Salud (OMS) elevó a nivel de epidemia sanitaria la tasa de 10 asesinatos cada 100.000 habitantes donde se tiene como consecuencia “un traumatismo, daños psicológicos, problemas de desarrollo o la muerte”. Por aquellos días América Latina se convertía en la región con mayor cantidad de casos y los diagnósticos –ya en ese entonces– se ubicaban más allá del crimen organizado, el narcotráfico o el ajuste de cuentas. De hecho, las Naciones Unidas han afirmado que el tráfico de drogas no alcanza a la cuarta parte de lo que genera la alta tasa de homicidios. Y aquí podemos enumerar la debilidad de quienes aplican justicia, falta de educación y ética social, composiciones familiares endebles, acceso a las armas, las brechas sociales imposibles de achicar con asistencialismo o fórmulas basadas en acciones positivas a pesar de vivir una de las mejores décadas de los últimos años.
El tema es que ahora nos cayó la ficha a nosotros. Y eso es muy diferente porque nos permite visibilizar el problema bastante alejados de nuestros ombligos.
En Uruguay, el 2018 cerró con 382 asesinatos o 99 más que en 2017 o un caso cada 23 horas, mientras aguardamos por las cifras oficiales que aún procesa el Ministerio del Interior. Por el momento, de confirmarse ese guarismo, se estima un incremento de aproximadamente el 40% a nivel nacional, por lo tanto supera la cifra de la OMS y se ubica en 11,2 casos cada 100.000 habitantes en promedio y solo en Montevideo sería de 15,4 casos cada 100.000. Así también, en comparación con la región y de acuerdo a la cantidad de habitantes, nos encontramos por encima de Argentina (6,6 casos), Chile (3,6), Bolivia, Ecuador, Paraguay y Perú. A su vez, las armas de fuego ocupaban el 49% de los casos en 2011 y más del 70% el año pasado. Claro que hasta el año pasado estaban en el otro extremo Brasil con 27,3 asesinatos y Venezuela con 58,1.
A los técnicos les preocupa, además, la baja resolución de los casos y se comparan con décadas pasadas, cuando se registraba el 90% de resolución para pasar a la actualidad con el 50% de los casos aclarados, de acuerdo a la información oficial y ya difundida por el Ministerio del Interior.
Desde aquella vieja “sensación térmica” –que aún algunos repiten–, pasando por las definiciones sociales y las connotaciones subjetivas que tiene el miedo, hasta llegar a observar la realidad, debió trascender el doloroso periplo de las estadísticas que confirman una creciente sociedad violenta, baja tolerancia a las frustraciones y una cada vez más escasa empatía. Pero, más allá del análisis sociológico-psicológico de la cuestión, se encuentra el tiempo transcurrido sin mayores resoluciones de quienes deben dejar la dialéctica y la soberbia para pasar a las acciones. Porque cuando las poblaciones salen a la calle, cansadas de lidiar con el flagelo, seguramente se apronten para registrar las acciones como hechos “políticos”, cuando en realidad solo reclaman vivir tranquilos en lugares donde nunca ocurrían situaciones extremas y poder criar a sus hijos en entornos menos violentos. Porque es obvio que ante un aumento de la criminalidad, habrá en forma paralela una sostenida demanda ciudadana de mano dura.
Es lógico que así no se cumplirá la meta establecida por el presidente Tabaré Vázquez de bajar los hurtos y rapiñas en un 30%, aunque se preocupen mucho más por encontrar razones, tales como la puesta en funcionamiento del nuevo Código Penal y su denominado “efecto noviembre”. Esto además del notorio desgaste de la administración de Vázquez, que suma al deterioro de tres períodos consecutivos donde nunca renovaron el discurso, sino todo lo contrario.
La criminalidad se combate con compromisos políticos a largo plazo, con la asunción de responsabilidades y la aplicación de políticas apropiadas. Sin embargo, la autocrítica es un insumo inexistente y solo buscan razones en otros lugares o echan culpas y presentan diagnósticos ajenos a las circunstancias. Por eso, se pierde el tiempo.
Además, ha quedado sobradamente demostrado que este panorama negativo no tiene relación con la situación económica porque –según el discurso del gobierno– nos encontramos en una etapa de crecimiento en relación a otros países de la región, con un buen nivel del Producto Bruto Interno e ingresos per cápita, con pronunciados descensos de la pobreza e ínfimos índices de indigencia. Ya que, de acuerdo al oficialismo, hemos logrado tantas cosas a favor como nación que no hay razón para no mirar por el grupo que se encuentra en situación de riesgo: los jóvenes. Y no solo por su situación de criminalización, sino porque caen en manos de la delincuencia con mayor facilidad. Si bien son los destinatarios de los mayores discursos sensibleros posibles, es claro que la aplicación de novedosas políticas de prevención, demuestran un descenso en las conductas antisociales para que no decanten en pautas delictivas en los años siguientes. Porque la violencia también es un asunto sanitario, eleva los costos de seguridad y baja la productividad de los países.
Ese es el flagelo moderno, el enemigo del desarrollo de una nación y lo que frena las pautas de crecimiento de sus poblaciones. Si no lo quieren ver así, es otra cosa.