Serán más de lo mismo

No es común que un jerarca del gobierno apele al sincericidio. Sin embargo, el año pasado en una entrevista con El Observador, el director de las mesas locales para la convivencia y seguridad ciudadana del Ministerio del Interior, el sociólogo Gustavo Leal, apuntó a un cambio del enfoque de las políticas sociales en su gobierno.
La idea del combate a la pobreza para bajar el delito conformó una gran parte del discurso proselitista y, a pesar de la difusión de los datos oficiales donde manejan índices que mejoran las desigualdades sociales, en los hechos, solo los fanáticos manejan esa percepción.
Y eso no ocurre, porque ya perdieron una batalla cultural que les parecía tan fácil de definir, bajo el halo de la accesibilidad y las oportunidades laborales. O como mejor lo explica Leal: “Muchas veces la izquierda ha puesto el énfasis solo en los derechos porque la historia de la construcción de acceso a las mayorías fue ampliar la agenda de derechos, y yo creo que la sociedad y la izquierda tienen que poner en el mismo nivel la agenda de las responsabilidades”.
Claro que, sin ser ingenuos, debemos identificar las posibilidades de rehabilitación de alguien que resultó sancionado. Y mucho más en un país, donde las sanciones se aplican a quienes transgredieron las normas cuando vuelven de vacaciones de Valizas, o bajo la promesa de elaborar unas cien tortas fritas y donarlas. Por eso, a veces resulta difícil de comprender a quienes reclaman por un país “en serio”.
En torno a la normativa vigente desde noviembre de 2017, Leal apunta a la aplicación del nuevo código de proceso penal, antes que al código en sí mismo que resultó aprobado por la totalidad de los partidos políticos, además de la comunidad organizada de asesores legales y técnicos en la materia. “Yo advierto que la forma en cómo se aplica el código genera espacios e islas de impunidad en la sociedad. Hay que aplicar el nuevo código partiendo de la base que todos los delitos se tienen que investigar”, aseguró.
Pero la forma de ver al Estado en compartimientos estancos lleva a un cruce inexorable de culpabilidades y responsabilidades que se dirimen en los medios de comunicación. Hace unos días, Leal debió enfrentarse a un grupo de personas en el barrio montevideano de Casavalle, en el marco de un nuevo operativo de desalojo de viviendas usurpadas. Al grito de “antichorro” tuvo que confrontar con una visión que no está arraigada en pocas personas, sino en muchas más de las que pensamos. Y aunque no sea patrimonio de las áreas excluidas de la sociedad, la violencia y libertad de actuación de las narco-bandas, se manifiestan principalmente en los cinturones de las ciudades. Porque los asentamientos llevan décadas en todo el territorio nacional y comenzaron a integrarse por grupos familiares que llegaron del interior a la capital o por quienes no contaban con habilidades para un empleo dentro de sus ciudades y emigraron a los cinturones.
Lejos de matizarse, el problema social se ha profundizado porque hay 656 asentamientos a nivel nacional, de los cuales el 86 por ciento del total no tiene saneamiento, el 33 por ciento carece de agua y el 41 por ciento de conexión eléctrica regular. El 61 por ciento de estas poblaciones se encuentra en Montevideo, el 15 por ciento en Canelones y el 6 por ciento en Artigas.
Es decir que el fenómeno de la exclusión se profundizó en los gobiernos de izquierda que siempre tuvieron una mirada crítica y opuesta a las políticas aplicadas por los anteriores. Y esa realidad explotó en la cara de las autoridades cuando visibilizaron que las bandas de delincuentes actuaban con absoluta impunidad en la ocupación de viviendas y la desprotección de los habitantes en determinadas zonas de Montevideo se profundizó.
A partir de ese momento, comenzaron a actuar y enviaron al Estado organizado en sus diferentes áreas y estrategias. O como lo explicó Leal: “Se tardó mucho en actuar, con una visión filosófica encriptada en algunos integrantes del gobierno, en el cual la persona que delinque lo hace porque no tiene otra opción. La realidad no es así, hay gente muy valiosa que salió dignamente sorteando la pobreza y hay que protegerla”.
Ocurre que cuando el asistencialismo puro aparece como la única opción, es que suceden estas situaciones. Y en el caso de Casavalle, si no fuera por una denuncia de usurpación de viviendas, presentada por la Agencia Nacional de Vivienda, es poco posible saber con certeza que hubiese pasado si se hubiera actuado de oficio.
Y también así, lo definió el jerarca ministerial: “Cuando la Justicia da una orden es sagrado, no se puede patotear al Estado de esa manera y hay gente que piensa que puede vivir de arriba”. Es que hay quienes se han acostumbrado a esa creencia, motivados por una fuerte victimización de la pobreza.
Así se generaron las islas de impunidad que hoy resultan tan difíciles de combatir, sobre todo cuando el discurso no cambió y sigue abroquelado en las mismas diatribas.
La impunidad no es gratis. No solo cuesta dinero de otros, sino que conlleva la percepción de que se hace poco y nada. Es menos complejo “dejar hacer y dejar pasar”, que actuar con las consecuencias que impone un Estado de Derecho. Tal vez porque resulta antipático con el discurso de izquierda, pero tal vez porque resta votos. Lo cierto es que pasó el tiempo y el encare es cada vez más difícil porque ahora deben disponer de mayores recursos.
Se trata de un gobierno que tuvo todo a su disposición, con mayorías parlamentarias que sostuvieron a un ministro altamente cuestionado, con la espalda y la cintura política para adoptar decisiones de alto impacto. Si hubieran querido hacerlo.
Pero el tiempo se perdió en salir a confrontar a la sociedad –y aún continúan haciéndolo algunos precandidatos a la presidencia– sin aprender el oficio. Mientras apelan de manera continua a viejos discursos sacados a una “herencia maldita” –que en esta oportunidad no tienen–, la desidia da paso a la confirmación de que su continuación solo será más de lo mismo.