El dilema de la democracia

Para algunos, solo nos espera el caos, para otros, la salvación del país. Y en la etapa final rumbo al próximo domingo los partidos hacen lo posible y lo imposible por machacar esas ideas. Como si la falta de tiempo para convencer impusiera la polarización de ideas. Es algo muy natural, por otra parte. No debe ser nada sencillo razonar fríamente cuando del lado del oficialismo se siente que, por errores propios y aciertos ajenos se puede llegar a estar fuera del gobierno y, del lado de la oposición, hay una posibilidad muy firme de, después de bastante tiempo, llegar al poder.
Y como el ser humano es imperfecto, la campaña, inevitablemente, se ensucia. No como en otros países, es cierto. Mil y una vez tenemos que agradecer el ser como somos en momentos de tanta tensión. El fallecimiento del militante nacionalista debido a un choque eléctrico cuando intentaba colocar una bandera fue una tragedia lamentada por propios y ajenos, como corresponde. Rayando en el chauvinismo, no es descabellado pensar que eso es algo que no pasa en todas partes.
El actual clima de violencia extrema en Bolivia y Chile, o las declaraciones de políticos brasileños o argentinos sobre sus adversarios nos hacen ver, y lo dicen los mismos vecinos del otro lado del río, como “ejemplos de democracia”. ¿Es eso una exageración? Tal vez sí, tal vez no.
Y, como casi nunca antes en la historia nacional, hemos llegado a un momento en que se pondrá a prueba nuestra fama de republicanos tolerantes. Porque, gane quien gane el domingo, lo hará por un porcentaje bastante acotado. Algo que, para el sistema democrático mundial puede ser hasta una costumbre, pero que no lo es para el Uruguay.
Salvo excepciones, cuando un partido aquí ganaba una elección, lo hacía con bastante diferencia del que perdía. Como ahora no será así, la sensación de perder por poco no será la misma para el partido que no alcance el gobierno que si perdiera por bastante margen. Ahí estará la prueba de fuego. ¿Cómo se reaccionará ante el hecho de “casi” haber podido ganar? ¿Se aplicará la idea expresada por un político alguna vez de “el que gana, gana”?¿O el sentimiento de frustración será tan fuerte que nuestra famosa paciencia no será una barrera tan eficaz ante el resentimiento de haber perdido?
En este momento crucial, es una duda que se reparte en cantidades casi iguales para un sector político y para el otro. Si la oposición no llega a ganar, el panorama será muy desolador. Con tantas condiciones dadas para que así sea, el no ganar ni siquiera así puede hacer sentir –no pensar–, que tal vez nunca, o por lo menos por muchísimo tiempo, accederán al gobierno.
Y las reacciones pueden ser, por lo menos, equívocas. Obviamente no habrá aquí alzamientos populares pero, de parte de los propios políticos, el ceder ante la desazón y defenderse a partir de ahí es siempre un grave error.
Por la otra parte, si es el actual partido de gobierno el que pierde, muchos de los convencidos de que ellos y solo ellos son la salvaguarda del país, también pueden llegar a creer que, los cinco años que se vienen serán los más desgraciados y nefastos que pueda imaginarse. Y ya sabemos como reacciona un creyente convencido cuando aquello en lo que ha confiado ciegamente, de la noche a la mañana, ya no existe: no precisamente bien.
Es el gran dilema de la democracia, o más bien, del sistema democrático como lo conocemos por aquí. Cuando se llega al gobierno, se sabe que no será para siempre, que esos cinco años que separan una elección de otra deben tomarse como un voto de confianza que la gente ha dado pero que, de no conformar con los hechos, puede en la siguiente vuelta, preferir a alguien totalmente diferente.
Eso, a los convencidos de uno y otro lado, puede parecerles algo hasta falto de inteligencia. Pero es el germen de la democracia. Que no está ni en los partidarios del gobierno ni en los partidarios de la oposición. Si fuese por ellos, que su partido se perpetuara en el poder sería lo mejor para el país. Eso no es democracia.
Por eso el verdadero significado de esa palabrita tan traída y llevada por unos y otros, anida en aquellos no del todo convencidos que, viendo la simple realidad cotidiana, una vez han votado a un partido y otras, a otro. En esos que no tienen una ideología que sirva para regir cada paso de sus vidas, que no desprecian a otro que no piense igual que ellos, que no sienten que un señor X, por el simple hecho de haber sido capaz de ascender en la política les pueda solucionar la vida a ellos y a la nación entera.
Un grupo bastante grande de gente que, efectivamente, son los que definen cualquier elección. Los políticos, siempre tan listos y agudos en estas épocas, lo saben y han salido a por ellos.
Ahora ese electorado anónimo y poco convencido existe. Y existe más que nunca. Como una tabla que flota luego de un naufragio, es disputada por el gobierno y la oposición como si les fuera la vida en ello. Y es cierto, ahí está después de todo, la salvación para llegar al poder.
A estas alturas seguir convenciendo a los convencidos tiene una importancia prácticamente nula. Pero convencer a los posibles votantes, es fundamental. Claro, dirá algún rezongón, ahora se acuerdan, ahora vienen a golpear la puerta del uruguayo de a pie. ¿Se acordarán de él cuando finalmente ganen? Esa sigue siendo la siempre presente pregunta de este sistema en el que vivimos.
Ahora más que nunca, los partidos tienen que ser más conscientes de que la campaña no se termina cuando la banda presidencial pasa del presidente saliente al entrante. Ese es el momento en el que comienza.
Equilibrar el gobernar con la atención a los que asegurarán que el próximo gobierno, tan lejano y cercano a la vez, siga siendo del partido que ganará el próximo domingo, es algo así como un acto de malabarismo realizado en una cuerda floja sobre una piscina llena de tiburones. Un acto que, por más difícil que sea, los políticos del presente y del futuro tendrán que aprender a hacer. El uruguayo anónimo los estará observando de cerca, como corresponde.