Primero hay que vencer a la estadística

Desde hace un año que el gremio policial alerta sobre la conexión existente entre la narcodelincuencia y el asesinato de efectivos. El 2019 comenzó con la ejecución de uno y el asesinato de otro durante una rapiña, pero se incrementó a lo largo del año con un joven efectivo que recibió seis balazos por la espalda cuando trabajaba como repartidor, entre otros casos.
También señalaban que no se sentían respaldados por las autoridades ante la posibilidad de terminar formalizados y, en el caso de adquirir una discapacidad permanente mientras cumplen su función, registran una importante pérdida salarial.
Exactamente un año después, el panorama vuelve a repetirse con el saldo luctuoso de dos efectivos muertos en la última semana y dos heridas provocadas a otros dos en rapiñas ocurridas en distintos puntos del país. Esta situación los convocó a las principales plazas de los departamentos para visibilizar una problemática que no es nueva y denunciar que si los policías no tienen las debidas condiciones para trabajar, tampoco pueden brindar garantías a la población.
Porque los efectivos son víctimas de rapiñas como cualquier civil y el botín son sus armas de reglamento. Ese es un fuerte mensaje que captó hace rato la ciudadanía. En enero del año pasado reclamaron lo mismo que ahora: leyes más duras contra la delincuencia y apoyo al cuerpo policial, tal como rezaba el comunicado difundido hace 12 meses. Con las elecciones nacionales y el balotaje, la inseguridad ciudadana estuvo sobre la mesa de los debates y era, junto al empleo, dos temas de fuerte arraigo en los discursos políticos. Incluso hasta de quienes integraron el gobierno en los tres períodos –15 años– del Frente Amplio, con planteos de renovación y transformaciones, tal como lo haría un opositor.
El descontento pasó factura en los votos y fue decisivo en la segunda vuelta electoral. El 2019 cerraba, por esos días, como el segundo año consecutivo con cifras récord de homicidios detrás del 2018 que tuvo 414 asesinatos (11,8 cada 100.000 habitantes). Mientras Argentina –un país “en crisis”– bajaba un 30%, Uruguay –con “crecimiento genuino”, según el discurso oficial– registraba un aumento significativo.
Por esa razón se había transformado en un asunto de preocupación ciudadana, a pesar de que los dogmáticos apuntaban su dedo acusador a los medios de comunicación.
Argumentaban que la difusión masiva de los hechos de sangre, hacían mella en la opinión pública. Pocas veces un gobierno le otorgó tanto poder a los diarios y medios audiovisuales como en los últimos quinquenios. Mientras el delito transformaba la vida de las personas con cambios de horarios, instalaciones de dispositivos de seguridad en los hogares, rejas y un reordenamiento familiar poco acostumbrado: las autoridades –y los dogmáticos– porfiaban con las circunstancias.
No parecía válido el argumento de la afectación de su calidad de vida, de la erogación extra que implicaba pagar por mayor seguridad privada –además de la que ya aportan como contribuyentes con la seguridad pública– ni mucho menos del avasallamiento de los derechos ciudadanos.
Y ya que estamos, recordamos que estos –también– son derechos humanos. Tanto como transitar libremente sin horarios ni temores a llevar una cartera o una mochila porque su simple porte puede ser la variación entre resultar rapiñado o no, en el mejor de los casos. Porque en otros, el saldo ha sido fatal, con efectivos policiales incluídos.
Porque el 2019 marcó la clara tendencia de un homicidio diario. Y ocurría en tiempos electorales: agosto, setiembre y octubre mostraban 30 asesinatos por cada mes. Todo después de una década de crecimiento y bonanza económica.
Tampoco es un detalle menor el perfil delictivo. Si en otras épocas había respeto por las instituciones instaladas en los barrios, los últimos años demuestran todo lo contrario. El consejero de Primaria, Héctor Floritt, decía en agosto del año pasado en radio Carve que en Uruguay, una escuela es vandalizada o robada por día. “Hoy no hay ningún departamento donde no estemos registrando hechos puntuales de violencia contra locales o intentos de robos”, puntualizaba.
A esa misma altura del año, el fiscal penal Juan Gómez, reconocía que el 80% de los delitos están vinculados a la pasta base y que –en forma directa o indirecta– unas 200.000 personas viven del delito. “En la última década he visto cómo generaciones enteras han quedado atrapadas en un circuito de marginalidad y delito”, decía en una entrevista con El País.
También en agosto, el comisionado parlamentario para el sistema carcelario, Juan Miguel Petit, decía que en 2018 se habían registrado en las cárceles –al cuidado del Estado– casi 200 apuñalados por mes y 37 asesinatos.
Sin dejar de mencionar al mafioso italiano Rocco Morabito. El miembro de la ‘Ndrangheta, salió por la puerta de la Cárcel Central y suponemos que siguen buscándolo.
O las toneladas de cocaína que escaparon a los controles del aeropuerto y el puerto de Montevideo hacia destinos variados.
Y si continuamos con las coincidencias de fechas, también en agosto del año pasado, el fiscal general de la Nación, Jorge Díaz, aseguraba a Océano FM que en el país “no hay un plan de combate al narcotráfico desde el año 2009”, dada la evolución que ha tenido en Uruguay.
¿Quién gobernó en los pasados diez años, que fue el período con mayores incrementos? Porque a los argumentos hay que vencerlos con cifras, de lo contrario, es pura sanata.
Diez años en la vida política de un país es mucho tiempo. Demasiado, para ver crecer las cifras y después echarle la culpa a los opositores o a la prensa.
Con la instalación de la Ley de Urgente Consideración en el debate, parece fácil olvidarse de las estadísticas que apuntaban a la inseguridad como el principal tema de preocupación ciudadana.
No es de recibo el argumento de la falta de tiempo ni la falta de plata, porque ambas cosas existieron a la par, a favor de la gestión saliente del Ministerio del Interior y con amplias mayorías para gobernar.
Ahora sólo será un trámite más ubicarse en la vereda de enfrente y decir que cualquier medida responde al “gatillo fácil” y al irrespeto de los derechos adquiridos. A no preocuparse. Ya pasamos por la falta de respaldo y de garantías a los derechos básicos. Solo hay que sentarse a estudiar y discutir una ley, en vez de incrementar la vocinglería.