La otra pandemia

La salud mental no es sólo la ausencia de trastornos mentales. Se define como un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad. Ahora bien, ¿con cuánto de eso puede cumplir cada uno de nosotros viviendo bajo el manto de la pandemia por coronavirus?
En estos días se difundió un estudio realizado por la Federación Internacional de Futbolistas Profesionales y facultades de medicina de Amsterdam sobre el aumento de síntomas de ansiedad y depresión en futbolistas profesionales como consecuencia de la imposición de las medidas para reducir la propagación del coronavirus COVID-19 y la suspensión de las actividades del fútbol profesional.
No obstante, es fácil advertir que seguramente una similar situación se está dando en otros sectores de actividad y puede comprender también a la población en general. Hoy en día, en un contexto de distanciamiento social o encierro general –según los países– no solo la salud física de la población está en riesgo sino también la salud mental de buena parte de ella.
Fijémonos en nuestro país: miles de trabajadores han perdido definitiva o parcialmente su trabajo con despidos y envíos al Seguro de Desempleo, otros miles están en sus casas sin saber exactamente cuándo volverán a su trabajo o reestructurando su vida entre trabajo por medios virtuales, reconfigurando su operativa laboral y ayudando a sus hijos con los requerimientos de la escuela en casa. Quien no tenía trabajo antes de la emergencia sanitaria posiblemente tenga menos posibilidades de encontrarlo dado que la mayoría de las empresas están achicando plantilla o suspendiendo planes de expansión y contratación de personal. Los niños y adolescentes se encuentran ante el desafío de estar por primera vez en sus vidas sin la posibilidad de asistir a la escuela o el liceo, alejados de sus compañeros y amigos, adaptándose a las nuevas rutinas hogareñas y la escuela en línea, sin poder hacer buena parte de sus actividades curriculares o ir a eventos hasta ahora tan comunes como un cumpleaños o ir a jugar en una plaza o parque. Por su parte, las personas mayores, que integran el grupo mayoritario de riesgo por coronavirus pero que a su vez no tienen tanto tiempo por delante como los jóvenes, están sufriendo fuertemente el distanciamiento de sus afectos y padeciendo situaciones de mayor soledad y vulnerabilidad.
Como en toda situación de crisis, los frentes son muchos y todo lo anteriormente mencionado a modo de ejemplo –que sin duda es posible ampliar en sectores poblacionales y problemas específicos en los que no es posible abundar aquí– se suma un panorama generalizado de incertidumbre por el futuro laboral, personal y familiar en un marco regional para el que organismos internacionales como la Cepal y el BID prevén una contracción promedio del 5,3% para 2020 en Latinoamérica, por encima del 5% que se registró durante la Gran Depresión en 1930 y el 4,9% que se anotó en 1914. Se trata de algo que ya está impactando en las economías regionales a través de la reducción del comercio internacional, la caída de los precios de los productos primarios, una mayor aversión al riesgo y la desmejora de las condiciones financieras, la caída de la demanda de los servicios turísticos y la reducción de las remesas que reciben numerosas familias latinoamericanas de familiares que residen en el exterior.
La situación tiene aristas peligrosas por muchos lados con posibles impactos directos en la salud física y mental de la población al involucrar situaciones pueden resultar al menos estresantes o derivar en procesos de depresión o problemas mentales que requieran atención.
Si bien no hay una cifra exacta que dé cuenta de la cantidad de trastornos depresivos en el país, existe una estadística que es necesario tener en cuenta: Uruguay tiene una de las tasas de suicidios más altas de América Latina, con 18,4 cada 100.000 habitantes, solo superado por Surinam y Guyana, según datos de 2018 recabados por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Se trata de una cifra muy alta si tenemos en cuenta que el promedio de la región es de 9,8 y el mundial, de 10,6.
Dentro de las razones de esta situación, el estudio atribuye gran parte de esta situación a la depresión (64%), seguida por el alcoholismo (15%), la esquizofrenia (3%) y la ansiedad (3%), señala el informe “Una mirada a la salud de los uruguayos y las uruguayas en el largo plazo”, publicado en febrero por el gobierno y la Organización Panamericana de la Salud (OPS).
En estos días, la psicóloga Dévora Kestel, actual directora de Salud Mental de la Organización Mundial de la Salud, manifestó que una de las respuestas a la crisis actual por la pandemia de coronavirus debe ser la extensión de la salud mental en todos los círculos sociales debido a situaciones tales como el miedo de enfermarse, de morir, de perder seres queridos y los medios de vida, a lo que se agregan cuestiones de exclusión social, de separación, de aislamiento que generan ansiedad, impotencia e incertidumbre.
En una entrevista publicada en El País de Madrid, señaló como población vulnerable no sólo a los enfermos, las personas que han perdido sus seres queridos y el personal de salud, sino también otros colectivos que además de los efectos antes señalados pueden estar sufriendo discriminación, estigma, violencia a nivel doméstico o falta de acceso a psicoterapia o medicamentos.
Agregó que en las emergencias, guerras o catástrofes una de cada cinco personas suele estar afectada por un trastorno mental, ansiedad, depresión o patologías severas. En su opinión eso está pasando hoy con la diferencia de tratarse de una situación mundial y, por ende, masiva. “Es algo que nos tiene que preocupar para poder responder. Uno de cada cinco ya es muchísimo, muchísimo, y muchos más pueden estar afectados por angustia, estrés, pero eso no llega a ser clasificado como una enfermedad mental. Es más o menos el doble de lo que puede pasar en situaciones normales”, afirmó.
En esta contingencia es necesario que los servicios de salud mental estén accesibles y descentralizados para facilitar la atención de la población que lo necesite, adaptando la capacidad de respuesta a la situación sanitaria y ampliando su radio de acción además de los espacios de salud, a los espacios de educación y trabajo y el ámbito comunitario. Si tenemos en cuenta que, según datos del Ministerio del Interior, en 2019 Uruguay alcanzó el lamentable récord de 705 suicidios y que esto significa un promedio de 59 por mes y que se desconoce a ciencia cierta el alcance de la depresión, tal vez no sería exagerado pensar que tenemos además de la mundial por COVID-19 nuestra propia “pandemia”, que en lo que va del año ya se ha cobrado muchas más vidas que la propia enfermedad. Entonces, atender esa población que hoy está con miedo, estrés y depresión también forma parte de la urgencia de cuidarnos entre todos.