Para estas cosas, sirve la prensa

“Si la prensa china fuera libre, el coronavirus no sería una pandemia”, asegura Reporteros Sin Fronteras (RSF). La organización internacional demuestra en sucesivos informes que si las autoridades del régimen en el gigante asiático no ejecutaran la censura previa en sus informaciones, hoy en el planeta hablaríamos de otra cosa.
Y la comunidad científica lo tiene claro. Si las medidas se hubiesen adoptado dos semanas antes del 20 de enero, la cantidad de casos hubiera bajado un 86%. Solo en China. Pero la aparición de esta neumonía desconocida en la ciudad de Wuhan y de similares características al SARS –un virus que había afectado a la población mundial en 2003– no tenía permitida su difusión en los medios.
Las sospechas de que el virus se transmitía entre humanos y sus formas de prevención y aislamiento, también estaban censuradas. Si no existieran las sanciones severas que van desde la persecución, encarcelamientos y desapariciones, los profesionales de la salud hubiesen hablado sobre las medidas necesarias para su contención.
Pero un grupo de ocho médicos, entre los cuales se encuentran los primeros fallecidos, fueron detenidos el 3 de enero por “falsos rumores”. Y a pesar del alerta oficial a la Organización Mundial de la Salud el 31 de diciembre, el régimen censuraba –y lo hace aún hoy– gran cantidad de palabras clave para detallar los resultados de la pandemia en el propio país. Sobre todo, el conteo de sus muertos.
O la comunidad científica habría ahorrado tiempo y recursos preciados, si el equipo del Centro Clínico de Salud Pública de Shangai hubiese tenido la oportunidad de publicar la investigación que logró secuenciar el virus el 5 de enero. Cuando muere la primera víctima por coronavirus, una semana después, el laboratorio filtra algunos resultados en una plataforma abierta. Eso le vale el cierre punitivo del centro de investigación.
A mediados de ese mes, se confirmaba el primer caso fuera de China. Pero la prensa internacional no accedía a la información y el caso positivo para coronavirus de un turista tailandés que visitó Wuhan, no era conocido. Por lo tanto, había nulas posibilidades de alertar en esa parte del planeta, que el nuevo virus estaba a un paso de llegar a los confines del mundo. El aparato de propaganda trabajaba a tiempo completo.
La información fue filtrándose muy poco a poco. Y estuvo en manos del poder ciudadano que, con equipos domésticos, recorrían hospitales y, en algunos casos mostraban los cuerpos de las víctimas que salían transportados en decenas. Otros tímidamente compartían la información con comentarios que registraban miles de visitas antes de la censura.
Fueron esos inquietos anónimos que reflejaron la profunda sed por la información veraz e independiente. Y porque estaba en juego, nada más ni nada menos, que sus propias vidas. Pero, justo en esos días, el presidente Xi Jinping, instigaba a sus funcionarios a “reforzar la gestión de la opinión pública”. Esa medida ha costado la desaparición de algunas personas, sobre quienes el régimen asegura a sus familiares que se encuentran “en cuarentena”.
A partir de entonces, centenares de internautas son interrogados en el último mes por compartir informaciones sobre el COVID-19 que las autoridades siguen calificando como “falsos rumores”. En los últimos días fueron expulsados trece periodistas estadounidenses y otros siete empleados chinos de medios ingleses y estadounidenses recibieron la orden de rescindir sus contratos.
Y si allá prima la censura, por esos lares las denominadas fake news sazonadas con una alta dosis de estigmatización, nos genera un venenoso caldo de cultivo que en vez de ayudarnos en la protección comunitaria, nos genera desconfianza.
Ya son miles las acusaciones y juicios iracundos que circulan por las redes y revelan el descontrol en el flujo de la información. Allí donde los mensajes de WhatsApp aseguran la calamidad, se confirma lo fácil que es crear intolerancia, juicios de valores y problemas de convivencia en las comunidades.
También se ve plasmada la falta de rigor cuando desde cualquier lugar, alguien puede publicar lo que desee. Y desacreditar sin importarle nada. Porque ahora todo es público y los mensajes privados son pasibles de una captura de pantalla y su divulgación de todas las maneras posibles. Es que la clasificación y el chequeo no rinden ni siquiera en tiempos de pandemia.
Incluso parece más fácil ahora que antes, engañarse, sentirse engañado y que eso no pese en la conciencia colectiva. El sentido erróneo de la horizontalidad que brindan las nuevas redes provocará siempre un efecto contrario. Porque la libertad de expresión de uno no implica que otro tenga la obligación de leerlo.
Y porque, en definitiva, todos somos vulnerables. Aún sin entender lo que significa el vocablo y sin creer que sus condiciones cambian y son dinámicas. Porque así es la sociedad y así somos nosotros.
Hemos tenido acceso como nunca antes en la historia a cualquier tipo de dispositivo para llegar a la información. Sin embargo, hay cabezas anquilosadas en las pequeñeces y sin salir de sus comarcas.
Esperamos no llegar a la estigmatización que enferma, confunde, aísla y persigue. Tal como alerta la ONU: “La evidencia muestra claramente que el estigma y el miedo en torno a las enfermedades transmisibles dificultan la respuesta a las mismas”. El organismo internacional asegura que sólo funcionará la “empatía hacia quienes están afectados”, la comprensión de la enfermedad y la adopción de prácticas eficaces.
Porque la forma en que nos comunicamos sobre el COVID-19 debe ayudar a combatir la enfermedad y “evitar alimentar el miedo y la estigmatización”.
El periodismo estará, al igual que los funcionarios de la salud, en la primera línea de acción. Por eso, no necesitan la confrontación diaria que ponga en duda cada hecho, sino la confianza en su tarea. Hay momentos en la historia de la humanidad, como ahora, que no da lo mismo quién informa.