Un cuento prehistórico

Hace 12.000 años el territorio que hoy es Uruguay no era muy benévolo con los primeros humanos que poblaron estas tierras. El clima era hostil, helado, y el Paterno que hoy luce majestuoso apenas era un arroyo de unos 20 metros de ancho.
Corría el año 10.000 antes de nuestra era y cuenta la leyenda que una comunidad de cazadores se vio acorralada por una nueva amenaza que venía del norte: el Tigre Dientes de Sable. Esta comunidad vivía de la recolección y la caza de animales menores que abundaban en esta planicie suavemente ondulada, por lo cual alimentarse no representaba mayores esfuerzos. Pero la llegada de este temible predador infundía temor entre los habitantes prehistóricos. No era para menos: poco se podía hacer contra sus afiladas garras y colmillos descomunales, apenas armados con rudimentarias boleadoras de piedra y flechas confeccionadas con la roca que se encontraba a la vuelta, que por cierto no era la más adecuada para fabricar armas. Tampoco había muchos lugares donde refugiarse, puesto que la vegetación achaparrada no ofrecía dificultad alguna para un animal trepador tan poderoso, y tampoco abundaban las cuevas naturales.
Fue por eso que los primeros Dientes de Sable se hicieron la panzada con nuestros antepasados apenas arribaron a esta zona del Plata. Las comunidades, que no por ser primitivas eran zonzas, buscaron protección donde podían y trataron de mantenerse lo más lejos posible de la carnívora amenaza.
Una de esas comunidades encontró el mejor refugio posible: las grutas que hoy llamamos “Del Palacio”, en el centro del país. Allí cubrieron los espacios entre las columnas con grandes rocas y decidieron esperar a que pasara la amenaza.
Al principio nadie se preocupó demasiado por la situación, y todos se concentraban en mantenerse unidos en la seguridad de la cueva. Había agua, la mayoría tenía algo de comida guardada y tenían la esperanza de que pronto el animal se aburriría y regresaría a las tierras del norte. Todos estaban de acuerdo en lo más importante: mantener los accesos bloqueados a cal y canto para evitar que el insaciable animal ingresara refugio, donde de seguro morirían todos en una carnicería.
Pero pronto comenzaron a surgir problemas. Algunos que vivían el día a día no tenían reservas para poder permanecer encerrados, y los que habían guardado alimentos notaban que la ración se agotaba rápidamente, porque la consumían y no había posibilidades de reponerlas. Entonces comenzaron a escucharse voces discordantes.
Algunos sugerían que la mejor forma de encarar el problema y dar sustentabilidad al encierro era abrir un acceso lo más controlado posible, por el que se pudiese salir a cazar y recolectar, para abastecer a la comunidad. Pero la mayoría, aterrorizada, exigía mantener la muralla cerrada. “Nos va a matar a todos”, reclamaban.
El hermano del jefe tribal, que rivalizaba con éste por el poder, pronto notó un cambio en el ambiente social, y que esa efervescencia bien manejada seguramente le serviría para derrocar al líder. Por eso, ni corto ni perezoso, trató de estirar lo más posible la apertura para que la gente, molesta por lo mal que estaban pasando, reaccionara. Además puso a unos contra otros, exigiendo que los compañeros que habían hecho reservas las compartieran solidariamente con el grupo ante la emergencia.
Así pasaron los días, en relativa calma hasta que el hambre comenzó a calar hondo en la comunidad. Pero los Dientes de Sable seguían merodeando ¿Qué debían hacer? El jefe tribal planteó que lo mejor era abrir parcialmente la cueva, enviar a los cazadores más jóvenes, rápidos y fuertes a buscar comida y de paso, ver qué tan grande era la amenaza. Pero las madres pusieron el grito en el cielo: “¡De ninguna manera mandaremos a una muerte segura a nuestros hijos!” De esa forma sellaron su destino. Los Dientes de Sable habían llegado para quedarse, y tardaron mil años más en extinguirse. Toda la comunidad murió dentro de la cueva, tras agonizar de hambre y sed, y enfrentarse entre ellos por el poder y probar quién tenía razón.
Doce mil años más tarde poco y nada se sabe de esa comunidad. Sólo se encontraron huesos humanos aislados.
Mientras tanto, unos 400 kilómetros más al norte, otra comunidad paleolítica también pasaba por una crisis similar. Se refugiaron en los recovecos entre los cerros de lo que hoy conocemos como la Cuchilla de Haedo, pero a diferencia de los que estaban en las Grutas del Palacio se arriesgaron a enfrentarse al temible depredador. Salían de día –cuando el animal veía menos, encandilado por el sol–, actuaban con velocidad, cazaban animales más grandes pero menos peligrosos que casualmente constituían también la base alimenticia del Dientes de Sable.
Muchos murieron al ser sorprendidos por los felinos, a razón de uno cada cien, pero la mayoría sobrevivió, alimentó a su comunidad y adquirieron experiencia crucial para enfrentarlos exitosamente. De noche, volvían a la cueva donde otros preparaban la comida que ellos traían, y construían arcos, flechas, boleadoras y cuchillos para ayudarlos en la caza.
Eventualmente esta comunidad prosperó, y hoy muchos uruguayos llevan algo de esa sangre de temerarios emprendedores que más adelante se llamó “charrúa”.
Por su parte, la caza masiva de los mismos animales de los que se alimentaban los Dientes de Sable más la eficaz defensa aprendida por estos antiguos ocupantes del Plata, eventualmente llevaron a la extinción del terror de las planicies.