Los cambios que dejará la pandemia

Los uruguayos miran con desconfianza la evolución de la pandemia. Si bien ha comenzado la reapertura de actividades, el martes pasado, la última encuesta de Factum reveló que más de la mitad de los uruguayos cree que lo peor de la pandemia está por llegar.
De esos resultados se desprende, además, un descenso de casi el 10% de la aprobación hacia la gestión del gobierno, en comparación con el mes de marzo, pero el 55% sostiene que es muy buena o buena.
La visión con respecto a la economía es más unánime. El 84% calcula que en los próximos seis meses será mala o muy mala y entre los principales “miedos” se encuentran los precios descontrolados, no poder pagar las cuentas, entrar en el seguro de paro o perder el trabajo.
El problema aquí es que la pandemia llega en el momento de un elevado déficit fiscal que en los últimos años se mantuvo por encima de las expectativas. Las medidas sanitarias fueron a contra pelo de la economía, con una suspensión de actividades para prevenir al COVID-19 y mayores gastos –que no estaban previstos ni había ahorros– para atender a la salud y su despliegue durante la emergencia.
En momentos de mayores gastos, se incrementaron los subsidios por desempleo y el Estado tuvo que responder con mayores transferencias a los sectores más bajos de la sociedad. Tuvo que crear una espalda que no tenía y aumentar el déficit público, por lo tanto, expandir la deuda y establecer un régimen de exoneraciones para que los distintos sectores de la producción y el trabajo retomen sus tareas.
Pero todo cambió en el espectro global. Los gobernantes deberán discernir las medidas económicas transitorias de las permanentes para no perjudicar la salida a una crisis sin antecedentes en el último siglo. Y Uruguay tiene su espacio tributario muy comprometido, a pesar de que las calificadoras de riesgos resaltan su fortaleza institucional.
No hay un margen mejor que permita dar una respuesta para contener las consecuencias económicas que dejará el coronavirus. Y ahora, cualquier decisión que implique un aumento de impuestos para estabilizar la deuda pública, se dará de bruces con el discurso llevado durante la campaña electoral, cuando no estaba siquiera planteado un escenario de estas características. Por eso el panorama para la discusión del Presupuesto quinquenal, que está demorado por la crisis sanitaria, tiene más desafíos que en años anteriores.
Y la ministra de Economía, Azucena Arbeleche, ya lo dijo la anunciar un deterioro fiscal que alcanzará al 6,5 por ciento del Producto Bruto Interno –algunas calificadoras como Fitch lo estiman en 7– que implicará mayor disminución en los ingresos y la presión para financiar programas que contengan el impacto económico que deja la COVID-19.
Por eso la vida del país en general y de los uruguayos, en particular, cambió en varias direcciones. Además de la alta respuesta a las medidas de higiene para contener el contagio, ya comenzaron a profundizarse las nuevas formas de trabajo. Se han multiplicado la cantidad de personas dedicadas al teletrabajo que, en algún momento, descenderá pero no cambiará el escenario de las nuevas tecnologías. Es, justamente, un área que no está regulada a raíz de su complejidad, ni tampoco generalizada porque la accesibilidad no es un tema resuelto en Uruguay por varios factores. Uno de ellos –muy importante y complejo– es la educación, que manifiesta niveles comparativamente bajos en comparación con otros países de la región. Y por otro lado, la alta informalidad que en Uruguay está por encima de la cuarta parte de los trabajadores.
Aunque sea uno de los países con menores índices de trabajadores en negro en América Latina de acuerdo a la Organización Internacional del Trabajo (OIT), es alto para el perfil de su población envejecida y mayoritariamente dedicada al sector del comercio, los servicios, el ámbito agropecuario o la industria manufacturera. Por eso, la crisis del coronavirus desnudó las desigualdades estructurales en la sociedad y demostró la realidad tal cual es, por fuera de los discursos ideológicos.
Además, en el escenario uruguayo los sectores que resultaron más afectados por la pandemia, son los que tienen una mayor incidencia en el PBI y corresponden a casi el 40 por ciento de su economía. Esa situación atípica se percibe en la población que hasta marzo estaba preocupada por la inseguridad ciudadana.
De alguna manera, vuelve a perderse otra década, donde las prioridades estaban marcadas por aspectos sociales y económicos. Incluso confirma la falta de liderazgo a nivel internacional, en tanto los organismos internacionales han salido a exhortar a los países con economías más desarrolladas, como el G20, que condonen o aplacen las deudas de los más pobres en lo que resta de 2020.
El aplazamiento puede extenderse hasta el año próximo, pero dependerá de la “valentía” política que demuestren los más avanzados. De acuerdo al Banco Mundial hay tres factores que incidirán positivamente en la recuperación de la economía uruguaya.
El crecimiento de China, la tasa de interés internacional que se mantendría baja y por último, los precios internacionales de productos de exportación del país que no cayeron drásticamente, como el caso del petróleo. Y que, dicho sea de paso, la baja del crudo es un aspecto positivo para la economía local.
Pero, como sea, se incrementó la población que vive al día y no tiene recursos o una capacidad de ahorro como para enfrentar un confinamiento mayor. Y esa es, particularmente la realidad de Uruguay. Un país poco adaptado a los cambios bruscos, apegado a sus costumbres y sin espalda financiera para responder en el largo plazo.
Es que tampoco ha sido una cualidad uruguaya, la programación de políticas de Estado sustentadas a largo plazo y no solo en el tiempo que dura un período de gobierno.