Los alimentos y su impacto

La discusión sobre cómo y qué comemos se ha hecho más visible recientemente a partir de iniciativas como el etiquetado de alimentos, que en nuestro país ha tenido dos instancias, por un lado una que promovió el marcaje –con octógonos negros– de alimentos con alto contenido de algunos elementos en específico, que pueden tener efectos perjudiciales para la salud humana, como el exceso de sodio, de grasas, de grasas saturadas y de azúcares; por otra parte se promovió, y se logró, que algunos departamentos exijan identificar –con una letra “T”– en el exterior del paquete los alimentos que contengan materia prima genéticamente modificada.
Estas iniciativas y los debates que generaron hicieron que el público esté más “despierto” sobre la importancia de su alimentación, lo que no quiere decir que masivamente se esté rechazando este tipo de alimentos, ni mucho menos, por más que algunos informes dan cuenta de una reducción en su consumo.
La mayor parte de esta entelequia llamada “el gran público” no pasa de allí, pero en realidad, quien desee profundizar encontrará que hay hoy mucho material que refiere a la relación entre los alimentos y la salud humana y que, por supuesto, pone en cuestión muchas de las prácticas de consumo que se han normalizado en las últimas décadas. Además, para una parte de la población es fundamental saber lo que consume, por ejemplo los diabéticos en distinto grado, hipertensos, quienes tienen problemas renales, etcétera; que por otra parte lamentablemente son cada vez más, en gran medida debido a una mala alimentación.
Pero lo que no se ha hecho tan visible es el impacto que la forma de producir los alimentos tiene sobre el ambiente, por más que el tema está cada vez más presente en el mensaje; basta recordar manifestaciones del ministro de Ambiente Adrián Peña, que en una reciente visita a Paysandú dijo que “Uruguay se juega mucho en el futuro si logra certificar y demostrar que es un país natural, con procesos productivos en base natural. Para eso hay que certificar, hay que medir y hay que cambiar algunas cosas. Esto está llevando a alguna tensión, yo digo natural, con el sector productivo, con el ministerio de la producción, a veces con la industria”. El comentario de Peña venía a colación de una demora en la aprobación de una serie de productos transgénicos para la que se requería del aval del ministerio, que pidió un tiempo para interiorizarse al respecto.
La manera en que se producen los alimentos y el impacto del modelo ha motivado acciones desde diferentes agencias de la Organización de las Naciones Unidas. Por ejemplo, el programa para el Medio Ambiente de ONU, Unenviroment, publicó el 15 el de octubre pasado un informe titulado “Por qué debemos cambiar la forma en la que comemos”, en el que cuestiona la agricultura industrial, de la que reconoce que “ha sido una forma confiable de producir muchos alimentos a un costo relativamente bajo. Pero no es tan rentable como alguna vez se pensó”, y la tacha de insostenible en términos ambientales.
“La agricultura insostenible puede contaminar el agua, el aire y el suelo, es una fuente de gases de efecto invernadero y destruye la vida silvestre. El uso de productos químicos y antimicrobianos puede tener efectos adversos para la salud y provocar infecciones resistentes”. Además señala que “gracias a nuestros hábitos de producción y consumo, este sector se ha relacionado con la aparición de enfermedades zoonóticas, como la COVID-19”, bajo el argumento de que la desaparición de ambientes naturales ha desplazado especies salvajes hacia las urbes y, por ende, a un contacto más próximo con los humanos. Lectores de mayor edad recordarán que antiguamente no era frecuente encontrarse dentro de las ciudades con especies de aves como horneros (que hoy anidan en los hombros de Leandro Gómez en la plaza Constitución) o teros (a no ser los famosos del estadio Centenario o la selección nacional de rugby). El informe está presentado como una serie de preguntas y en su parte medular cuestiona que “el uso intensivo de productos químicos y medicamentos, y las modificaciones genéticas permiten que algunos alimentos se produzcan de forma económica y en volúmenes altos y fiables, por lo que el precio de venta al público puede ser menor. Pero esto es engañoso, porque no refleja los costos del daño ambiental o el precio de la atención médica que se requiere para tratar las enfermedades relacionadas con las dietas insostenibles”.
Agrega que “los alimentos ultraprocesados suelen ser ricos en energía y bajos en nutrientes y pueden contribuir al desarrollo de enfermedades cardíacas, accidentes cerebrovasculares, diabetes y algunas formas de cáncer. Esto es particularmente preocupante en medio de la pandemia de COVID-19. Esta enfermedad es especialmente peligrosa para quienes tienen problemas de salud preexistentes”.
Argumenta la publicación que “puede que los consumidores no se den cuenta de cómo sus elecciones dietéticas afectan el medio ambiente o incluso su propia salud. En ausencia de obligaciones legales o demanda de parte de los compradores, hay pocos incentivos para que los productores cambien su enfoque”.
Otro factor que se plantea, y vaya si es un aspecto a considerar en los tiempos que corren, es el impacto en el empleo que podría tener un cambio de modelo productivo, ya que al requerir más mano de obra, los alimentos producidos de manera sostenible tienen el potencial de crear 30% más puestos de trabajo.
La mala noticia es que estas formas de producción se asocian a mayores costos de los productos que se ofrecen por razones como el mayor laboreo y la falta de volumen, asociada al transporte, aunque sostiene el informe que hay formas de organizarse para reducir estos costos.
Claro, a veces las cosas no son tan lineales como de buenas a primera podría pensarse, porque ¿es realmente más conveniente consumir una hamburguesa de lentejas que una de carne?, cuando esta última procede de un frigorífico nacional, de carne de vacas uruguayas, y las lentejas en cuestión fueron importadas de Canadá y atravesaron en barco literalmente medio planeta, o peor, vienen de Chaco, Argentina, donde fueron cosechadas en un campo que hasta hace pocos años era un extenso macizo de monte nativo, que hoy desapareció.