A un año de la declaración de emergencia sanitaria en Uruguay, los miles de casos positivos y varios centenares de muertos, aprendimos que el coronavirus en Uruguay, COVID-19 o SARS-coV-2, no fue producto de la irresponsabilidad de una empresaria de Carrasco.
Sin embargo, costó mucho terminar entendiendo esto. Las críticas en las redes sociales, tan acostumbradas a ver “la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio”, dijeron a su antojo todos los disparates que se le pudieron ocurrir a cuanto internauta tuviese un celular a mano, cual dueño de la verdad revelada e impoluto bienhechor. Nadie pensó en las personas individualizadas, en sus familias y en la posibilidad latente de que a esto iba a ocurrirle a cualquiera, más temprano que tarde, y que no se trataría de “la enfermedad de los ricos”, como se quiso presentar por quienes siempre buscan dividir a la sociedad. Y que ese momento iba a llegar más temprano que tarde.
Por ese entonces lo hacían ver como una enfermedad de la clase pudiente que salía a pasear por el mundo y traía el contagio al “paisito”, casi en forma intencional, como un siniestro asesino serial, sin mirar a los más vulnerables. Y en Uruguay muchos creían que el país podía mantenerse aislado de la tempestad, siempre y cuando no llegase una “Carmela” con plata a traernos el virus del extranjero.
En esos tiempos, dábamos clases de ignorancia y seguíamos ofendiéndonos entre nosotros, sin apelar a los mejores ejemplos que tiene la historia en materia de pandemias. Poca reflexión y demasiados perjuicios.
Pero resolvimos que, desde nuestra pequeña comarca sanducera así como en nuestra idiosincrasia uruguaya, era mejor “cobrar al grito”, despacharnos a nuestras anchas y no pensar en las posibilidades de contagios por salir a trabajar o por mantener contactos con nuestros seres queridos.
Durante varios meses la culpa fue de “Carmela”, –a esta altura ese nombre es genérico; cualquiera que genere un foco COVID pasa a ser una “Carmela”– y después de unos pocos irresponsables. Sin embargo, a un año de aquél duro comienzo nos sigue costando el “nosotros”, con las responsabilidades compartidas que implica el diálogo y la opinión reflexiva para no mezclar las cosas. Fundamentalmente para no continuar en la creencia que ubica a los malos en el otro bando y a los buenos, en el nuestro, que por ser “nuestro” es el lado bueno.
Así, vimos a una sociedad segmentada, dividida y amplificadora de una brecha cultural e ideológica que, también, utilizó a la COVID-19 en sus discusiones políticas. Pero no de políticas sanitarias, sino de la forma rastrera y crítica que no suma en una democracia.
El punto en cuestión es saber si aprendimos algo de todo el daño que genera un virus que no se conocía y para el que el mundo no estaba preparado para enfrentarlo. Salvo algunas excepciones los países pudieron enfrentar la pandemia con mayor holgura y tiempo para adoptar decisiones. Pero, en otros casos –como el nuestro—se encontraron con una caja apretada, pocos recursos e insumos y la necesidad de buscar consensos para enfrentar todos juntos a un enemigo invisible.
En nuestro país, incluso las autoridades sanitarias evolucionaron en sus formas de comunicar. Y si en un principio era un acto egoísta que cualquiera de nosotros saliera a comprar un tapabocas porque era necesario para el personal de la salud y las personas afectadas, hoy ni siquiera se concibe ingresar a un comercio o lugar de alto tránsito de personas, sin un barbijo. Es obligatorio su uso en las oficinas públicas, en lugares de cobranzas, supermercados, transporte público de pasajeros, centros de atención a la salud y lugares de distracción.
Mientras la región y otros países del mundo se confinaban obligatoriamente, el presidente de la República, Luis Lacalle Pou, anunciaba que dicha medida no se iba a aplicar en el país y confrontaba con quienes tenían un salario asegurado e incluso una parte de la clase política que lo exigía.
En forma paralela, el tejido de la seguridad social, cuya trama y urdimbre es el resultado del trabajo de varias generaciones y administraciones, hacía su trabajo de sostener a quienes iban al seguro de desempleo. Y de esa forma, evitar tanto como fuera posible que quedaran al costado del camino una importante cantidad de uruguayos.
También hubo que lidiar con el exitismo. La mirada puesta sobre Uruguay y los titulares que generaban las estadísticas, ubicaban al país en un lugar bastante temerario. Fuimos “el mejor de América en la gestión de la pandemia”, también resultamos nominados a un premio internacional, el índice Low nos ubicó en el lugar 12 de un total de 99 naciones y así sucesivamente. Hasta que la matemática –y la realidad– nos confrontó y en octubre de 2020, comenzó el incremento sostenido e imparable de los casos que atravesaron a la sociedad. Incluso a quienes habían criticado a la empresaria de Carrasco, pero resultaban contagiados en las playas del Este, durante las vacaciones o en Carnaval. O en la frontera con Brasil, en algunos casos por personas que viajaban para aprovisionarse de productos de la canasta básica a menor precio o para vender dentro de fronteras; en estos casos no era precisamente “gente pudiente” que viajaba “por placer”, pero el daño fue igual o peor.
Con el tiempo pasamos de vaciar el stock de alcohol en gel, jabones y papel higiénico de las góndolas de los supermercados y farmacias, a minimizar y desconocer los riesgos de un virus que aún mantiene en vilo a la comunidad internacional.
Pero nada es nuevo. Es el resultado del comportamiento cíclico de los seres humanos, que no responden al sentido común, sino al miedo y su bagaje cultural. Y hasta en ocasiones de la “manija” política y Uruguay no estuvo exento de este condimento que no alimenta, sino que contamina.
A medida que pasaba el tiempo, comenzamos a mirar puertas adentro y vimos adultos mayores solos, adolescentes y niños depresivos. Vimos tanta o más violencia intrafamiliar que las estadísticas que acostumbrábamos a difundir. Apreciamos las dificultades para lidiar con el desempleo en tiempos de crisis y un escenario prepandemia complicado con dos dígitos. Vimos ollas populares de un día para otro, por lo tanto, comprendimos que ya había personas complicadas para tener una comida diaria y que solo la pandemia sirvió para desnudar.
Entendimos que no es lo mismo el marketing que la realidad y vimos que desde antes de la COVID-19, se engrosaban los cinturones de la ciudad con la instalación de nuevos asentamientos.
Pero ver no es lo mismo que aprender. Por eso, a pesar del año transcurrido, aún nos falta la mirada plural en vez de la crítica reduccionista que amplifica esa brecha de la que tanto hablamos.