Los avances científicos de las últimas décadas, especialmente en el área de la medicina, han traído consigo un aumento cosiderable en la esperanza de vida, y como consecuencia directa de esto, un envejecimeinto creciente de la población.
La contracara de este envejecimiento es un aumento también de los casos de personas que sufren procesos de demencia, personas que tienen que hacer frente a una pérdida progresiva de sus capacidades y que con el tiempo dependerán de la ayuda de otros para llevar a cabo las actividades de la vida diaria.
Estos cambios, acompañados por el deterioro cognitivo y las pérdidas relacionales significativas conllevan para familiares y cuidadores, una situación de duelo antes de la propia desaparición física de la persona.
Cuando hablamos de la demencia avanzada, de la pérdida de capacidades y de la previsible muerte es inevitable hablar del dolor y el sufrimiento al que las familias de las personas afectadas tienen que hacer frente.
En un sentido amplio podemos definir el duelo como ‘‘la reacción psicológica que se produce ante la pérdida de alguien o algo significativo para nosotros’’. En este sentido, podemos observar manifestaciones o reacciones de duelo ante otras experiencias vitales que no tienen que ver con la enfermedad o la muerte, pero que suponen pérdidas importantes, ya sea una separación o divorcio, una mudanza que nos aleja de amigos y familia o incluso la pérdida de un empleo.
Cada persona vive este dolor de una manera única, por lo cual así como no hay dos personas iguales, de la misma manera no hay dos duelos iguales.
Cuando las personas mayores enfrentan un grave deterioro de salud o una enfermedad crónica que pone en peligro su vida, muchos familiares experimentan un duelo anticipado que provoca en ellos sentimientos de negación, ira, depresión y, finalmente, aceptación de la realidad. A medida que avanza el tiempo, estos familiares empiezan a sentir la pérdida de su ser querido, lo que genera emociones conflictivas. Para algunos, el duelo anticipado y sus efectos negativos pueden ser incluso más intensos que el duelo posterior al fallecimiento.
Partiendo del principio de que, como seres sociales, buscamos a lo largo de nuestra vida relaciones e interdependencia, y que nuestro entorno afectivo nos permite satisfacer nuestras necesidades relacionales (como seguridad, validación y expresión de afecto), es lógico pensar que el dolor por la pérdida de un ser querido puede comenzar antes de su muerte física.
Esto es evidente en casos como la demencia, donde la relación con el ser querido cambia a medida que avanza la enfermedad, lo que podría considerarse una “pérdida relacional” tan dolorosa como la propia muerte.
Desde etapas iniciales de la enfermedad, comienza un proceso de pérdidas que, aunque están relacionadas con las capacidades del enfermo, son percibidas por los seres más cercanos como la desaparición de atributos que caracterizaban a la persona antes de su padecimiento y que solían alimentar la relación. Entre estas pérdidas se encuentra la falta de reciprocidad debido al deterioro cognitivo y funcional, así como la presencia de síntomas conductuales (como cambios en la personalidad, alteraciones del estado de ánimo, dependencia emocional y física, etcétera), que actúan como factores disruptivos de la relación misma.
Aunque durante las fases leve y moderada de la enfermedad hubiese tiempo para que los familiares asuman su nuevo rol de cuidadores, en la fase avanzada de la demencia se inicia un proceso que culmina con una pérdida relacional mucho más drástica desde el punto de vista psicológico.
Esto se debe a la marcada disminución de la capacidad del enfermo para responder a su entorno. En esta fase, la conciencia de la pérdida se intensifica, lo que constituye la parte más dolorosa del proceso de duelo.
En algunos casos, como ocurre en general en los procesos de duelo, podemos observar como puede producirse una negación de la pérdida. Nos encontramos así ante cuidadores y/o familiares que no aceptan la enfermedad como tal, que les cuesta otorgar la causa de los problemas a la enfermedad y que en ocasiones responsabilizan al enfermo y/o a los profesionales de la salud. En estos casos hay una falta de colaboración con las indicaciones clínicas, presentándose situaciones en las que las personas someten a sus familiares a sobreestimulación psicológica y llegan a realizar prácticas de cuidado que rayan la negligencia.
En los casos donde se decide delegar los cuidados a una residencia, son los cuidadores que están casados con el familiar al que atendían o que bien tienen una relación muy estrecha quienes peor responden al cambio que supone esta institucionalización.
Los problemas emocionales de los familiares, en la mayoría de los casos, no se solucionan con el fallecimiento del mayor que atravesó un proceso de demencia, sino que persisten niveles importantes de depresión en un gran número de cuidadores aún al año de haber sufrido el deceso del familiar. Además, se incrementan los sentimientos de culpa y son los familiares con mayor sobrecarga antes del fallecimiento del ser querido quienes experimentan mayores problemas emocionales tras su pérdida.
En la contracara de estos casos, cuando son las personas mayores dependientes y con discapacidad física y/o mental las que se enfrentan a la pérdida de un familiar o cuidador significativo, es importante evitar el silenciamiento y la sobreprotección, facilitando la acogida y el acompañamiento de su dolor, de manera que no se produzcan complicaciones orgánicas o emocionales como consecuencia de este silencio.
El cansancio acumulado, la irritabilidad y el ‘‘secuestro’’ relacional al que se ven sometidos muchas veces los cuidadores a lo largo del desarrollo de la demencia impiden en muchas ocasiones adaptarse a esta nueva situación que, en condiciones adecuadas, podría facilitar el proceso de duelo. → Leer más