La ley de internación compulsiva, vigente desde el 25 de agosto del año pasado, vuelve a estar en el centro de la discusión en el marco de la actual transición gubernamental. El concepto de “compulsividad” genera polémica y marca diferencias ideológicas entre las autoridades salientes y quienes asumirán el poder el 1º de marzo próximo. Esta ley ha adquirido mayor visibilidad en Montevideo y el área metropolitana, debido al creciente número de personas en situación de calle y algunos datos alarmantes.
Uno de los ejemplos más preocupantes es el aumento del consumo de drogas. El Ministerio de Desarrollo Social (Mides) realizó un censo en 2020, en el cual constató que el 56% de los encuestados dependían de la pasta base. Tres años después, el Mides llevó a cabo un nuevo relevamiento que abarcó a más de 2.700 personas en situación de calle, confirmando que el 77% era adicto a esa sustancia. Este crecimiento exponencial refleja las dificultades para enfrentar este flagelo.
Las políticas públicas no han mostrado innovación frente a este escenario, mientras las cifras siguen creciendo. Existe consenso en que las soluciones no pueden implementarse de un año para otro, ni generarse resultados inmediatos. Hasta aquí, el diagnóstico es acertado.
Sin embargo, este problema ha ido en aumento en el país durante al menos los últimos veinte años, afectando a distintos gobiernos. Desde la promulgación de la ley de “compulsividad” hasta el cierre del año, sus opositores han criticado la falta de un “enfoque integral”, un término que, en realidad, no esclarece nada. Además, cuestionan la falta de sensibilidad frente a una problemática extremadamente compleja, que conlleva una mayor estigmatización de las personas afectadas.
La consigna central es no criminalizar a una población que, en su mayoría, ha roto sus vínculos familiares, está recientemente liberada del Instituto Nacional de Rehabilitación o ha sido internada por crisis de salud mental derivadas de sus adicciones. Lo más grave de esta situación es que la mayoría de esta población tiene entre 18 y 39 años, según el censo del Mides.
En Uruguay, las políticas de escritorio rara vez funcionan y, menos aún, se sostienen a través del voluntarismo en las decisiones orientadas a las poblaciones más vulnerables. La sostenibilidad de los proyectos no es uno de los puntos fuertes del país, y las políticas de Estado tienen éxito solo cuando se ejecutan de manera consistente, sin importar la ideología política del gobierno de turno. No es posible que en un territorio de poco más de 176.000 kilómetros cuadrados, con una población de más de 3.400.000 personas, no se pueda implementar una política duradera para la población en situación de calle, al igual que en áreas como vivienda, salud y seguridad ciudadana, entre otras.
Estos temas se presentan de manera recurrente como problemas críticos, cuyas soluciones parecen inalcanzables a largo plazo, y se convierten en el botín electoral que cada cinco años se vuelve a plantear como una cuestión no resuelta por el gobierno en funciones.
Han pasado cinco años y el problema persiste. Y esa es la crítica que todos deben hacerse, con pandemia o sin ella, con década ganada o sin ella. Todos repiten el mismo discurso electoral que subraya la necesidad de un protocolo que no vulnere los derechos de los ciudadanos.
Dentro de otros cinco años, este ciclo se repetirá, reflejando nuevamente el aumento de esta población y las “complejidades” para su abordaje. Los discursos técnicos solo sirven para explicar la falta de implementación de decisiones a largo plazo en un país acostumbrado a medir resultados en el corto plazo.
Si las personas están en peores condiciones debido al abuso de sustancias y viven en la calle, está claro que su dignidad no está protegida, tal como lo manda la Constitución. Sin embargo, la creación de nuevos dispositivos con un compromiso técnico para un “abordaje integral” de la problemática requiere mayores recursos humanos e infraestructura para acoger a esta población en sus diversas modalidades.
Ahí es donde surgen nuevos obstáculos, como la voluntad de los afectados de ingresar y permanecer en estos dispositivos, donde podrían complementar su tiempo con talleres laborales y programas educativos. No se debe pasar por alto la cuestión de las soluciones habitacionales, ya que el objetivo es cortar el ciclo de situación de calle. Todo lo demás es simplemente discurso.
Como se puede observar, es extremadamente complejo romper con un círculo vicioso que tiene sus raíces en problemas profundos, muchos de ellos provenientes de núcleos familiares disfuncionales, donde también han existido adicciones y situaciones de violencia que han marcado a varias generaciones.
También es cierto que la situación de calle se hace más visible cuando genera inseguridad en los barrios, debido a hechos delictivos y problemas de convivencia. Por eso, este no es un problema exclusivo del Mides ni de una sola administración. Las decisiones a largo plazo requieren de una visión de Estado que esté por encima de las ideologías políticas.
Es evidente que se deben atender las situaciones de emergencia, pero hoy nadie puede responder con certeza cuánto tiempo dura una emergencia ni cuántas personas están en esa categoría. En Uruguay, ningún partido político desconoce esta realidad, ya que todos han gobernado el mismo territorio y la misma población.
Ya saben lo que hay que hacer. La visión refundacional no tiene cabida, y los giros lingüísticos solo sirven para enredar al tratar de explicar algo que todos conocemos.
Los diagnósticos, las evaluaciones y los estudios de capacidades ya engrosan varias bibliotecas, y han demostrado que los datos numéricos no son útiles para ofrecer una solución individualizada, porque se trata de personas.
Las explicaciones de corte sociológico ya no son aceptables, porque también las hemos escuchado antes. Es hora de actuar, aunque a veces parece que los gobiernos no saben por dónde empezar. Tal vez por eso se siguen ofreciendo explicaciones. → Leer más