Los datos que se dieron a conocer hace pocos días en Buenos Aires en el marco de una nueva edición de la cumbre de los ministros de Salud del Mercosur y estados asociados, en la que participó, entre otras autoridades, la ministra uruguaya Cristina Lustemberg, planteó una serie de inquietudes referidas a la situación epidemiológica de la región, desde que se ha detectado aumentos en los índices de transmisión masiva de patologías que son perfectamente prevenibles desde hace muchos años al contarse con vacunas y el conocimiento de determinadas medidas profilácticas sencillas y generales contra la mayoría de las enfermedades transmisibles.
Pero el problema radica no solo en las políticas que en nuestro país y en otras naciones tanto de la región como del mundo se desarrollan por las respectivas autoridades sanitarias, sino porque por un lado también hay sectores de la población que no se han concientizado respecto a la importancia del acto de prevenir, antes que actuar cuando la enfermedad ya está instalada y con pronóstico imprevisible o difícil de asegurar, cuando no con posibilidades desenlace fatal.
El punto es que hay además un núcleo duro –que además es muy activo en las redes sociales– que se manifiesta claramente contra las vacunas, que señalan son parte de un negociado de las grandes corporaciones multinacionales farmacéuticas, con los seres humanos como conejillos de Indias y víctimas directas de su afán de enriquecerse.
Más aún, estos “iluminados” a menudo se autoperciben como líderes de un movimiento local y hasta mundial de liberación contra estos supuestos envenenamientos masivos que se harían a través de las vacunas, y plantean teorías conspirativas que “prueban” sus afirmaciones lanzadas alegremente al vuelo, al punto de acusar a estas corporaciones de formar parte de un complot en cuyo marco han eliminado a portavoces del movimiento antivacunas que resultan creíbles al ciudadano común y por lo tanto resultan peligrosos para sus oscuros intereses.
El movimiento antivacunas data de hace mucho tiempo, pero cobró impulso fundamentalmente hace poco más de una década, a raíz de la publicación de un estudio (con doce niños) que mostraba una supuesta asociación entre la vacuna del sarampión y el autismo. Desde entonces el artículo (junto con su autor principal) fue desacreditado por distorsión de datos, y una docena de estudios a gran escala (uno de ellos con más de 90.000 niños) muestran de manera concluyente que no hay ninguna asociación entre dicha vacuna y autismo. Sin embargo, los antivacunas persisten con una serie de argumentos que carecen por completo de evidencia científica, algunos incluso ridículos y fácilmente demostrable por el absurdo que son una estupidez, pero que generan serias dudas en un número preocupante de personas, a quien el éxito de las vacunas ha hecho olvidar que no hace tantos años se moría de enfermedades como la difteria, la polio o el sarampión.
Los grupos que se oponen a estos avances científicos, promueven, con cierto grado de razón, que el cuerpo humano tiene de por sí mecanismos de protección natural que en esencia y por definición son mejores que los inducidos por la vacuna, y es cierto que, para algunos patógenos, la inmunidad natural puede ser de mayor duración que la generada por la vacuna. Sin embargo, esa protección natural no “funciona” para todas las enfermedades y tampoco en todas las circunstancias o personas, por lo que el riesgo por adquirir una infección manteniéndose “natural” es de mucha mayor gravedad que el riesgo asociado a cualquier vacuna recomendada.
Por ejemplo, el sarampión causa la muerte de dos de cada 1.000 individuos infectados en países desarrollados (en países de bajos recursos, esta cifra puede ser hasta veinte veces mayor), mientras que la vacuna combinada de sarampión, paperas y rubeola (MMR) causa una reacción alérgica grave en uno de cada millón de individuos vacunados, por lo que surge claramente que los beneficios superan ampliamente a los riesgos que conlleva una vacunación. Porque es cierto que estadísticamente siempre hay un ínfimo porcentaje de personas que tienen reacciones adversas, de distinta gravedad, a la aplicación de vacunas, por una serie de condicionantes de su organismo.
Pero en la ecuación riesgo- beneficio es absolutamente indiscutible que la investigación científica que ha dado lugar a que se crearan vacunas cada vez más eficaces ha ido el gran factor que ha permitido erradicar azotes de otrora de la humanidad, como la viruela, entre otras patologías que en otras épocas diezmaron la población mundial. Gracias a eso es que aún los antivacunas están –al menos por ahora—protegidos, porque afortunadamente hay una gran mayoría de gente responsable que sí se vacuna, generando lo que se llama “inmunidad de rebaño”. Eso es lo que no se debe perder, porque cuando eso ocurra y haya una epidemia no se van a salvar ni tomando la milagrosa “agua de Querétaro”.
Es por eso que en los lugares en que puede haber algún caso, son precisamente áreas del mundo, como el África profunda, donde no llegan todavía las vacunas, en tanto una demostración clara de la eficacia de la respuesta inmunológica por la vacuna la tuvimos en la epidemia de COVID-19, a la que los antivacunas cuestionaron diciendo que causa una diversidad de reacciones adversas e incluso la muerte. No siquiera las estadísticas que demuestran claramente el ridículo de sus afirmaciones sirve para que tomen conciencia, desde que si tuviese algo de razón, los fallecimientos por causas medicas o naturales se habrían disparado después de la pandemia, y por el contrario lo que sucedió es que actualmente muere la misma cantidad de gente por año que antes del COVID-19. Esos son datos reales y fríos, por más que se intente distorsionar la realidad citando ejemplos puntuales de muertes que consideran “dudosa”.
Los hechos ponen de relieve que el movimiento anti-vacunas tiene en esencia un cuestionamiento de la investigación y el avance científico, y el subsecuente fortalecimiento de la seudociencia, con una corriente anti-intelectual, y dentro de ella, una forma de anti-ciencia, lo que es un concepto muy antiguo y que a la vez forma parte de sembrar dudas respecto a intenciones y denunciar a “conspiraciones” por las que se engaña a la población pero no a estos supuestos paladines de la verdad, dotados de una inteligencia y poder de deducción superior.
Ello incluye también a los terraplanistas, a los que sostienen que es un gran engaño la llegada del hombre a la Luna, y una enorme pléyade de descubridores de las redes y espirituales de moda, entre los que se cuentan los “psicólogos de las constelaciones familiares”, quienes ven “chemtrails” cada vez que les pasa un avión por la cabeza, etcétera.
Es el mundo que nos ha tocado en esta época, con reductos de sentimiento anti-científico, tecnofobia y la desconfianza en las instituciones, como determinantes de la seudociencia, y que en los hechos, es una manifestación de ignorancia que se proyecta con un barniz de inteligencia para convencer a sectores permeables, que quieren creer, y lamentablemente, se genera un terreno fértil para que las teorías conspirativas se vuelvan sucedáneas al conocimiento científico y hasta el sentido común, desandando siglos de esfuerzos en investigación, prevención y tratamiento de enfermedades, entre otras consecuencias. → Leer más