Centauros del desierto

Editorial Valdemar 2013 (1954)
Todo parece muy sencillo pero no lo es. Y no solo puede aplicarse esto a la novela misma “Centauros del desierto” del estadounidense Alan Le May, sino también a lo que se puede decir o escribir sobre ella.
Ahora que tanto hablamos de los problemas “de género”, bueno, aquí tenemos uno. Pero no de géneros sexuales, sino de géneros literarios y también en este caso, cinematográficos.
Porque Centauros del desierto, a pocos años de haberse publicado con éxito allá por 1954 se convirtió en una gran película dirigida por John Ford y protagonizada por John Wayne. Y si de éxito hablamos, fue muy pero muy exitosa también. Y ese suceso tapó al libro.
Para colmo de males, se trata de un western, género que difícilmente se asocie a la literatura “en serio”, sino que se deja a un costado tratándolo como un pariente medio tonto al que recurrimos solo cuando la reunión familiar se pone algo aburrida, para que nos haga un chiste. Tal prejuicio también saltó al cine, pero ese es otro tema. Centrándonos en el libro en particular hay que decir que se trata de una gran novela, más allá de épocas y géneros. Y esto es así no porque su autor Alan Le May fuese muy consciente de estar escribiendo un clásico, sino porque si pensamos en viajes, en búsquedas, en destinos que parecen alejarse más a cada paso que damos, aquí está probablemente, el libro definitivo. Y que me perdone Melville y su Moby Dick, el Ulises de Homero o El señor de los anillos de Tolkien.
La novela se ubica a mediados del siglo XIX en Estados Unidos, cuando gran parte del territorio aún estaba habitado por nativos indígenas que no querían que los blancos aparecieran de la nada para quedarse con sus tierras. Tierras inmensas en las que su raza había habitado y recorrido durante milenios sin preocuparse más que de seguir a los búfalos para alimentarse o en pelear con tribus vecinas que competían por el mejor lugar para asentarse por un tiempo.
Claro, estamos simplificando mucho, algo que Le May no hace, a pesar de tener una mirada muy occidental y cristiana sobre lo que narra. Es un blanco hablando de peripecias blancas en un territorio hostil, pero hay dos enormes virtudes que traen hasta nuestros días su novela prácticamente intocada por el tiempo. En primer lugar, Le May es un erudito del tema. Conocía tan bien la vida de los colonos blancos como la de los indios. Los estudios y descubrimientos que aparecieron luego sobre muchas de las tribus que describe no hicieron más que afirmar lo que este autor había investigado para sus novelas.
En segundo lugar sabe escribir, y muy bien. En dos o tres líneas, dentro de la mejor tradición literaria norteamericana, describe paisajes, personajes y situaciones con claridad y profundidad.

La historia de un viaje

Pero ¿de qué historia estamos hablando? Bien, una familia de la frontera más avanzada del oeste estadounidense de mitades del siglo XIX es atacada por los indios. Matan a todos menos a la niña más pequeña a la que se llevan como cautiva.
Despacito por las piedras. No todos han muerto. También sobrevivieron –por no estar en el lugar–, un tío de la niña y un medio hermano al que criaron de niño luego de que su propia familia fuera también diezmada por los indios.
Así que lo que hacen ambos es ponerse a buscar a la niña que se han llevado los “salvajes”. Las comillas valen porque en aquél tiempo y aquél lugar no había nada que no fuese salvaje y, como descubrirán en el camino, ellos mismos terminarán tan salvajes como aquellos a quienes persiguen.
Los días de búsqueda se convierten en semanas, las semanas en meses y los meses en años. El territorio es humanamente inabarcable. Los indios lo conocen mejor que nadie y lo utilizan de la mejor manera para que nadie dé con ellos. Aunque, al igual que lo que ocurre en Moby Dick con el capitán Ahab o con Ulises y su regreso al hogar, aquí hay un componente que lo transforma todo: la obsesión.
No de los dos buscadores –título original en inglés de la novela–, sino de uno de ellos, el tío. Y su obsesión cambia con el tiempo. De intentar rescatar a su sobrina al principio pasa a otro sentimiento más oscuro. Cuando la encuentre ¿seguirá siendo la misma o el tiempo pasado con los indios la habrá convertido en una de ellos? De ser así, lo del rescate puede pasar a un segundo plano para dar paso a…
Para contrarrestar esto está el pariente criado por la familia que cual Sancho Panza acompaña a su tío para que, si el día del encuentro llega, poner paños fríos a una situación imposible.
Así pasan las páginas, cien, doscientas, doscientas cincuenta. La sobrina no aparece. El viaje ahora parece un fin en sí mismo. Las vastas planicies, el desierto, el viento, los encuentros con otros seres casi siempre violentos van fundiéndose con los personajes y con el lector. Si el camino es la recompensa, como dijo un director técnico, aquí parece más un destino fatal, una metáfora de todas las cosas que la vida promete sin llegar a cumplirlas.
¿Demasiado para una novela “de cowboys”? Muchos pensamos que no. Que cualquier elogio queda corto. Pero habrá que ver qué piensan los millones de futuros lectores que seguramente este libro seguirá cosechando y encontrando en el vasto e infinito desierto hecho de páginas y tinta que es la literatura.

Fabio Penas Díaz