Un delito que no admite la doble moral de las redes

Cada vez que en una comunidad pequeña –como la sanducera– se conocen casos de explotación y violencia sexual hacia adolescentes, es común escuchar en reuniones la frase que dice: “hoy las gurisas se prostituyen hasta por una recarga del celular”. Por otro lado, se observan gruesas adjetivaciones contra el victimario y culpable de dicha situación, con comentarios que abundan fundamentalmente en las redes sociales, donde la revictimización se vuelve trillada, pero las situaciones se repiten y en ocasiones tienen una antigüedad de meses o años, de acuerdo con los datos que surgen posteriormente en las investigaciones judiciales.
En ambos casos, decanta el nivel de violencia y doble moral existente en la propia comunidad que, por un lado, reconoce un flagelo que nos posiciona como país de tránsito, origen y destino, y por otro lado, sometería a los explotadores a las técnicas más arcaicas y terribles de torturas para que paguen por el delito cometido. Paralelamente, el Ministerio del Interior anunció que durante el presente quinquenio ejecuta un plan estratégico para avanzar en el tratamiento de las víctimas, que en muchos casos no se encuentran en condiciones claras de denunciar y aunque lleguen a determinados servicios no alcanzan a su judicialización. Para lograr ese cometido, se reclama una profundización de los lazos interinstitucionales para que la Policía o el Poder Judicial actúen cuando los hechos están consumados y el daño será muy difícil de revertir. La articulación de medidas de prevención y protección entre los organismos que tienen potestades en el tema, será una tarea fundamental a desplegar en los territorios sensibles que, de acuerdo con los datos actuales, pueden ser cualquier lugar y ocasión. Sin embargo, persisten los compartimientos estancos y, a pesar de un aumento en las denuncias, las situaciones se incrementan.
A Uruguay llega casi la misma cantidad de turistas que de habitantes, es decir aproximadamente 3,3 millones, según las cifras presentadas por el Ministerio de Turismo. Ese hecho, además de transformarse en una buena noticia para el sector, motiva a la reflexión en cuanto a la existencia del denominado “turismo sexual”.
Existe un subregistro de los casos y las autoridades lo intuyen porque hay diversos factores que conspiran con el acceso a datos más depurados. Un ejemplo de ello, son los datos que cerraron el 2016 con 333 niños y adolescentes víctimas de explotación sexual. En contraposición a estos resultados, se debe reconocer la capacitación a unos 5.000 actores relacionados al tema, que en algunos casos aprendieron a mirar el problema con otros ojos.
Se han constatado áreas con mayor cantidad de casos en los departamentos de frontera pero las situaciones de explotación suceden todo el año, e incluso aumentan en determinadas “zafras”, al tiempo que el oeste del país concentra la mayor vulnerabilidad. Y la exposición de las víctimas conspira contra el esclarecimiento, porque sus relatos deben ser sostenibles y no se ha cambiado la normativa para la habilitación de una protección durante el proceso judicial.
La explotación sexual llega como corolario de otros hechos de violencia doméstica, abuso y pobreza, que demuestran una obvia fragilidad, al tiempo que la naturalización –principalmente en pequeñas localidades– conspira con un rápido esclarecimiento porque “todos se conocen” y a pesar de las situaciones que configuran un delito, pocos tomarán la iniciativa.
La desigualdad de género, sumada a la diferencia generacional que existe con el abusador y las condiciones socioeconómicas denuncian que las brechas no se solucionaron con mejores guarismos económicos, sino que la matriz familiar ha resultado perjudicada desde hace décadas. Aquella familia que contiene y ama, hoy está ausente en estas situaciones y todo es tan “estructural” que no podemos hacer otra cosa que naturalizar, invisibilizar o revictimizar. Por eso asistimos a un campo cada vez más limitado de la reflexión y el debate, si bien avanzamos en otras cuestiones que nos posicionan al frente como el matrimonio igualitario, la interrupción voluntaria del embarazo, el cambio en la identidad de género, entre otros.
Si se pudiera cerrar la trama del tejido social para una mayor contención del flagelo, probablemente no estaríamos posicionados en los primeros lugares de la región. O como dijo el presidente del Comité Nacional para la Erradicación de la Explotación Sexual Comercial y no Comercial de la Niñez y la Adolescencia (Conapees), Luis Purtscher: “Ni una sola institución ni todo el Estado junto puede (combatir este fenómeno) si las comunidades no empiezan a dar cuenta del problema y saber que siempre algo se puede hacer”.
Es un delito de lesa humanidad que no admite la doble moral acostumbrada a ejercerse desde las redes sociales. Es, además, uno de los tres negocios más lucrativos a nivel mundial y se expande por los países, cuya vulnerabilidad ya no atraviesa la legislación, sino las mentalidades propias de sus habitantes y eso nos pasa ahora como país. El problema es que aún estamos instalados en los adjetivos y la denominación real, porque seguimos más preocupados por evitar que quien nos escucha diga “prostitución infantil” y se refiera al delito como “explotación sexual de niños, niñas y adolescentes”. Y eso está bien. Pero, mientras le damos nuestro toque de tecnicismo, hay alguien que ironiza con los nuevos términos, se burlan de la condición por la que atraviesan las víctimas y el impacto psicológico se vuelve invisible.
Por eso debemos continuar preguntándonos quiénes y por qué alimentan tanto estos mercados que se expanden a nivel mundial y que, en todo caso, Uruguay sostiene uno de esos tentáculos desde hace décadas.