Los partidos políticos en su laberinto

En los últimos días, y tal como sucede todos los años, la consultora Factum dio a conocer un ranking de confianza en las instituciones de carácter colectivo, no personalizado, a través de una encuesta realizada entre los meses de octubre y diciembre de 2017. De acuerdo con lo informado por el semanario “Crónicas” en su última edición, “los datos ubican en primer lugar a los bancos, con 58 puntos, seguidos por la Policía con 48 puntos y la Justicia con 41. En cuarto lugar, con 36 puntos se encuentran las Fuerzas Armadas, en quinto la Iglesia Católica, con 34, y el Parlamento con 32. Los últimos tres lugares los ocupan los empresarios, con 30 puntos, los sindicatos, con 26, y los partidos políticos, con 21”. Los resultados mencionados exponen claramente una realidad alarmante: los partidos políticos son las instituciones que generan menos confianza pública en el Uruguay.
Si bien el director de Factum, Oscar Botinelli, destacó que esta edición de la encuesta muestra “pequeños movimientos” en comparación a las realizadas anteriormente y “el ranking no muestra novedades”, no podemos dejar de mencionar que la misma se enmarca en el contexto de las denuncias sobre casos de corrupción difundidas en los últimos meses y que involucran a figuras políticas nacionales y departamentales pertenecientes al Frente Amplio, al Partido Nacional y al Partido Colorado. Este nuevo escenario no sólo potencia los resultados de la encuesta de Factum y les otorga un nuevo significado, sino que exige de los partidos involucrados y de todo el sistema político en general, una respuesta clara, rápida y eficaz.
En todos los casos la respuesta de los partidos políticos debe estar basada en criterios de austeridad, transparencia y mayor supervisión de los fondos públicos por parte de quienes son simples mandatarios, no sólo de quienes los votaron, sino de un sistema democrático y republicano de gobierno que exige el mayor cuidado con aquellos bienes que nos pertenecen a todos. Las señales que se emiten, por ejemplo, desde un ámbito tan importante como el Poder Legislativo no son tranquilizadoras: de acuerdo con lo publicado por el diario El Observador, entre enero y junio de 2017 de los 150 mil dólares que se entregaron en partidas de viáticos a los legisladores que viajaron, devolvieron apenas el 5% (7.000 dólares). Ante esta forma de proceder tan censurable cabe preguntarse: ¿Qué pasaría si un uruguayo común y corriente actuara así en su lugar de trabajo? Seguramente sería sancionado o despedido e incluso podría ser denunciando penalmente. Nada de eso sucede en el caso de los legisladores uruguayos, para quienes no existe ese tipo de limitaciones.
Los partidos políticos uruguayos deben entender que este tipo de conductas desprestigian la actividad política en general y explican el rechazo reflejado en la encuentra de Factum. Por supuesto, es fácil decirlo pero llegado el momento, cada uno piensa que lo que hace es una práctica aceptada, común y por lo tanto, no tiene nada de malo, algo así como gastar “los bienes del difunto”.
Fenómenos similares al que se registra en nuestro país se suceden en otros países del mundo y sin dudas el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, es el ejemplo más claro y peligroso de hasta dónde puede llegar un discurso antipolítico. En pocas palabras, la corrupción desprestigia no sólo al político involucrado sino también a su partido y lo más importante: al sistema democrático en general. Al fin al cabo, se trata nada menos que de la actividad política, cuya importancia es indiscutible y ha resumido con claridad el sociólogo y académico español Imanol Zubero al señalar que su objetivo “es el de resolver pacífica y razonablemente conflictos entre las personas y los grupos humanos. Más precisamente, la política es una forma particular de afrontar aquellos conflictos que deben resolverse democráticamente. Son muchos los ámbitos de la vida en los que la política no actúa: todos aquellos en los que la lógica dominante no es la democrática, en sentido estricto, sino alguna otra, como la jerarquía, el conocimiento, el afecto, la confianza, etcétera. Así pues, la política sólo tiene sentido porque los seres humanos habitamos un espacio de interacción que no se deja someter a otra norma que no sea la de la discusión libre y la contraposición de proyectos sociales diversos con el objetivo de alcanzar acuerdos que hagan posible la coexistencia en el conflicto. La política no puede pretender eliminar el conflicto social, sino hacerlo habitable”.
A riesgo de sonar paradójico, va siendo hora de que los políticos uruguayos tomen cabal conciencia de la importancia que su tarea tiene para toda la sociedad y del hecho que sus actos constituyen un mensaje directo a las conciencias de todos los ciudadanos, quienes acceden a través de las redes sociales a los diversos episodios de corrupción de público conocimiento que se han difundido en el país. Sus electores, esos seres anónimos que en su gran mayoría percibe un salario mensual inferior a los gastos de prensa que recibe un diputado (24.800 pesos uruguayos al mes), exigen y esperan otro tipo de conducta por parte de sus representantes. Para colmo de males, varios legisladores han reconocido que no usan ese monto para su finalidad original (gastos de prensa) sino que, como han informado al diario “El País”, “la desvían hacia otras actividades políticas como la compra de espacios en radios, el sostenimiento de sus respectivas agrupaciones, la donación a vecinos o la administración de sus redes sociales”. Los políticos no pueden ni deben agraviarse por el hecho de que se difundan los casos de corrupción ni tampoco pueden pretender que exigir el cumplimiento de las leyes votadas por el mismo Poder Legislativo que integran sea comparable a un ataque a las instituciones democráticas en general o a la actividad parlamentaria en particular. Los hechos que hoy conoce la opinión pública muestran a las claras que las iniciativas que han impulsado los partidos políticos en materia de transparencia y medidas anticorrupción han resultado claramente insuficientes, muchas veces porque no se realizan los controles adecuados o porque la falta de precisión o amplitud de las normas da claras oportunidades a los que pretenden incumplirlas.
No es lógico ni justo que quienes votan leyes que establecen obligaciones en materia legal, tributaria o de transparencia o quienes son responsables de su cumplimiento a través de multas, recargos y otras severas sanciones, no sean capaces de ajustar su propia actuación a esos mismos preceptos que exigen para el resto de los ciudadanos, quienes al fin de cuentas los eligieron y le dieron ese cargo que hoy ocupan. Si permanecen sordos a los reclamos de la ciudadanía y optan por considerarse por encima de las normas más elementales de transparencia y honestidad en la función pública, tendrán la oportunidad de aprender en carne propia el significado de la frase que el escritor colombiano Gabriel García Márquez dejara plasmada en su libro “El General en su laberinto”, publicado en el año 1989: “El que almuerza con la soberbia, cena con la vergüenza”.