Del dicho al hecho…

Uruguay cuenta con varias normas tendientes a asegurar la inclusión de personas con discapacidad en la vida cultural y educativa del país. Se trata no solo de un acto de justicia que se propone reparar largos años de discriminación sino de una obligación moral en un país democrático, dado que el acceso a la cultura y la educación son derechos humanos fundamentales reconocidos internacionalmente.
Pero por si faltaran motivos, el 15,8% de la población, esto es unos 500.000 uruguayos, tiene al menos una discapacidad permanente, de acuerdo al Censo 2011, que relevó distintas variables referidas al campo de la salud.
Como lo hemos señalado en otras oportunidades desde este espacio, la inclusión social y el acceso a los derechos de estos compatriotas muchas veces se convierten en cuestiones complejas, fundamentalmente debido a barreras culturales, falta de planeamiento adecuado, hábitos y desafíos de la accesibilidad física.
No quedan dudas que el avance en el ejercicio de sus derechos ciudadanos así como la inclusión efectiva ha sido quizá más lento de lo necesario pero hay avances en la legislación y normativa vigente así como una mayor concientización que se ha ido traduciendo en medidas concretas en favor de este sector de la población.
Una escuela, un liceo, una ciudad y un país más integrado e inclusivo no se alcanza solo con la eliminación de barreras arquitectónicas –tema en el que queda aún mucho por avanzar– sino que es necesario derribar otras “barreras”, como el acceso a la información y la posibilidad de comunicación, los materiales de estudio y recreación.
Uruguay fue el primer país latinoamericano que adhirió al Tratado de Marrakech, que busca facilitar el acceso a las obras publicadas a las personas ciegas, con discapacidad visual o con otras dificultades para acceder a los textos impresos, lo que permite resolver las barreras legales existentes e incorporar en las leyes lo que se denomina “excepciones al derecho de autor para personas con discapacidades”.
El año pasado el Poder Ejecutivo aprobó un protocolo de actuación para la inclusión de personas con discapacidad en los centros educativos, de acuerdo a lo establecido en la ley Nº 18.651, del año 2010, que afirma que las personas con discapacidad tienen derecho a la educación, la reeducación y la formación profesional.
El decreto es aplicable a todos los centros educativos que integran el sistema nacional de educación pública y privada y comprende a los servicios de educación infantil privados y a los centros de educación no formal habilitados por la Dirección Nacional de Educación del Ministerio de Educación y Cultura, así como también a las a bibliotecas públicas y privadas. En concreto, el referido protocolo comprende, además de la accesibilidad física, el diseño y desarrollo universal de estrategias de apoyo académico para personas con discapacidad y adecuación curricular, prácticas pedagógicas y didácticas, accesibilidad en instalaciones, mobiliario, material didáctico, herramientas y equipos de trabajo.
Con respecto al trabajo docente, se explicita que deberán procurar que la comunicación con el alumno sea acorde a sus particularidades y necesidades para que exista entendimiento y comprensión; los materiales deben estar digitalizados, realizados en macrotipo o grabaciones de audio.
En cuanto a los materiales y documentos, el decreto hace referencia a que se debe asegurar la accesibilidad a los sitios web de las instituciones educativas, que los estudiantes puedan acceder a las aulas virtuales y el material en formato electrónico debe ser legible en el software de ampliación de pantalla o de texto a voz, entre otros recursos destinados a personas ciegas o con baja visión, lo que incluye el lenguaje táctil, los macrotipos, los dispositivos multimedia de fácil acceso, los sistemas auditivos, medios de voz digitalizados, entre otros.
El decreto establece también que, en función de las necesidades de los estudiantes, se facilitará la presencia de un instructor o intérprete de Lengua de Señas Uruguaya.
Contar con estos instrumentos legales es algo sumamente necesario para que los uruguayos ciegos, con baja visión y sordos vean incrementadas sus posibilidades de acceso a la información y el conocimiento, así como a facilitar su integración en centros de estudio y lugares de trabajo.
No obstante, no hay que ser ingenuos y reconocer que el desafío es enorme, porque así como existe la obligación de un intérprete de señas en los canales de televisión y no todos lo tienen, tampoco todos los liceos o bibliotecas están preparados para atender las necesidades y capacidades particulares de las personas con alguna discapacidad como las antes señaladas. Por el contrario, lo más habitual es que no cuenten con personal, infraestructura ni recursos adaptados para recibirlos e integrarlos adecuadamente.
Un claro ejemplo de que hay una distancia considerable aún entre la letra de la norma y la realidad es la reciente denuncia –acompañada de ocupación del centro educativo- surgida en Montevideo respecto a que en un liceo que atiende a población adulta sorda en el turno diurno, la falta de un intérprete de lenguaje de señas en primer año ha motivado la deserción de numerosos estudiantes sordos de bajos recursos que intentaban retomar sus estudios. Además, según publicó El Observador, allí concurren 15 personas sordas y Secundaria pidió que no se inscriban más y tampoco han sido atendidas otras necesidades de esta población por razones presupuestales. Además de la falta de intérprete en primer año, los profesores reclaman que se cree un cargo similar pero con presencia permanente en liceo para atender las necesidades diarias de a la población sorda, las cuales se extienden más allá del aula en su interacción con el resto del personal del centro educativo, tales como adscriptos, bedelía, funcionarios administrativos, etcétera.
Se trata de sólo un ejemplo que tomó estado público en las últimas horas pero que comprueba una vez más que la existencia de la norma no asegura la práctica, por lo que corresponde atender adecuadamente las situaciones planteadas actualmente y generar mayor conciencia respecto al enorme desafío que representa para las instituciones enfrentar el justo reclamo de una población que quiere ejercitar los derechos que le corresponden y, por otro, la falta de recursos humanos y técnicos especializados, así como la existencia de presupuestos generalmente magros que, paradójicamente, tienen muy escasamente en cuenta las exigencias que implican los protocolos creados por el mismo Estado.