El mango de la sartén en manos del usuario

En el Manifiesto Comunista, publicado por primera vez en Londres el 21 de febrero de 1848 sus autores, los filósofos Karl Marx y Friedrich Engels, acuñaron una de las frases más repetidas por los textos de la ciencia política contemporánea: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”.
Ciento setenta años después, el fantasma que recorre no sólo el territorio europeo sino también el resto de nuestro planeta es el uso de las tecnologías disruptivas en la economía global y las consecuencias que ello tiene no solo para los trabajadores sino también para los fabricantes de productos y proveedores de servicios. A modo de ejemplo vale la pena mencionar que hace algunas semanas el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT por sus siglas en inglés) dio a conocer las diez tecnologías disruptivas que, según ese prestigioso centro educativo ubicado en la ciudad de Boston, serán protagonistas en 2018. La lista incluye la impresión 3D de metales, máquinas imaginativas, gas natural que no contamina, audífonos que traducen el idioma instantáneamente y genes capaces de predecir si una persona tiene posibilidades de contraer diversas enfermedades cardíacas e incluso identificar su coeficiente intelectual, entre otros ejemplos.
Una de las consecuencias del uso de plataformas tecnológicas por parte de los consumidores, es la desaparición de los intermediarios, los cuales muchas veces no sólo suman tiempo a las operaciones comerciales sino también encarecen los bienes y servicios transados tal como sucede por ejemplo en Montevideo con las patronales del taxi y su anticuado servicio de radio llamadas. En el caso de la capital uruguaya los oligopolios de los servicios de taxi han agredido físicamente y de palabra a los conductores de Uber para tratar de intimidarlos y hacer fracasar su modelo de negocios. Pero el veredicto final no ha sido dictado por un tribunal ni por un órgano administrativo; lo ha resuelto el consumidor, eterno olvidado de las empresas tradicionales de taxis, que todos los días y a toda hora opta por Uber para viajar de manera rápida, segura y limpia, sin tener que soportar vehículos viejos, malos olores, falta de aseo, viajes cancelados, pésimo trato por parte de los conductores y como si todo ello fuera poco, el riesgo de sufrir heridas muy graves por la mampara impuesta por las autoridades montevideanas. Y en más de un caso, el “paseo” que hace que el recorrido hacia el destino sea varias veces más largo de lo que debería, lo que configura un robo. Con todo esto, ¿cómo no va a preferir Uber? Con Uber no hay paros, los vehículos son siempre nuevos y con aire acondicionado, se sabe de antemano el modelo del coche, quién lo maneja, cuánto saldrá el viaje –no importa el recorrido que tenga que hacer–, cuánto demorará en llegar, dónde se encuentra en tiempo real, no hay “propinas” impuestas o no, y si algo no gusta, siempre está la posibilidad de castigar al conductor con una mala puntuación que afectará su trabajo en el futuro, sin importar si es sindicalista o dueño de la patronal de taxi; nadie se salva. En definitiva, la manija de la sartén está del lado del consumidor, no de los gremios o los sindicatos, y el usuario dejó de ser rehén de las corporaciones para tener la libertad de elegir. Y por si fuera poco, funciona –con las mismas garantías– en casi todo el mundo, con la misma app. No es de extrañar entonces que se intente boicotear el sistema por todos los medios posibles, inventando artilugios legales, por medios políticos y hasta usando la violencia.
Si bien la empresa Uber y su plataforma en línea es tal vez el caso más conocido a nivel mundial, existen diversas empresas que comercializan bienes o prestan servicios a través de Internet, tal como sucede con los servicios de entrega de pedidos de comida que pueden ser realizados en una amplia gama de restaurantes, abonando los mismos mediante tarjeta de débito o crédito. Todo ello sin necesidad de salir a la calle ni utilizar dinero en efectivo, dos aspectos que no resultan menores en una época con altos niveles de inseguridad. En todos los casos el centro de este fenómeno es el mismo: la libertad del consumidor, un concepto olvidado por los uruguayos y que tanto molesta a la izquierda, aunque por supuesto sus adherentes también prefieran estos servicios por la infinidad de ventajas que presentan. Analizando los alcances de este fenómeno global, los investigadores españoles Antonio Maudes Gutiérrez y María Sobrino Ruiz expresan que “la economía colaborativa del siglo XXI cambia el funcionamiento de numerosos mercados y crea otros nuevos. En todos los continentes, y en particular en América Latina, la economía de plataformas simboliza la entrada imparable de nuevos modelos de negocio, híbridos de la tradición, lo digital y lo social. La mayor parte de los países del mundo así lo han entendido y se están subiendo –en marcha– a un tren de progreso que reporta más libertad de elección para los consumidores y más libertad de empresa. En definitiva, un incremento de la competencia y mayor bienestar social”.
Este cambio en los patrones de consumo requiere ahondar en otros aspectos, tal como lo hace la consultora PWC al señalar que “una de las claves del éxito de la economía colaborativa es que rompe los moldes de la idea de confianza. ¿Por qué una persona cualquiera se sube en el coche de un desconocido antes que en un taxi cuyo conductor tiene una licencia oficial? La respuesta, probablemente, está en el cambio en el concepto de confianza. Hasta ahora, los consumidores de este tipo de servicios se fiaban sobre todo de las instituciones (que expiden permisos, licencias o autorizaciones y ofrecen una cierta garantía de seguridad). Pero ahora han empezado a fiarse más de la experiencia de otros clientes (sus pares), de tal manera que las aplicaciones digitales, que te permiten validar fácilmente el servicio a través de las opiniones de otros, son un atractivo irresistible para muchos de ellos”.
Sin dudas esta revolución tecnológica del consumo, que fue potenciada por los smartphones, es un fenómeno que llegó para quedarse y crece día a día, mal que le pese a los burócratas públicos que se empeñan en negar lo evidente sólo para justificar sus altos salarios y sus beneficios que pagamos entre otros los contribuyentes.
Gracias a los vertiginosos cambios tecnológicos el consumidor ha logrado, en silencio, pero de manera inexorable, que se le respete, algo que nunca pudieron lograr las innumerables quejas y denuncias presentadas ante los diversos organismos públicos cuya ineficacia en la materia es notoria y de larga data. Con la frente en alto y el celular en mano (como si se tratase de una versión moderna del famoso cuadro “La Libertad guiando al pueblo” obra del pintor francés Eugène Delacroix) el consumidor avanza impulsado por la tecnología para elegir libremente la opción que mejor le conviene. Como expresa el conocido refrán popular, “la libertad es libre” y de eso se trata precisamente todo lo que la tecnología trae aparejado para los consumidores: la libertad de elegir entre productos y servicios que compiten entre sí, optando por aquel que ofrezca mejores precios, calidad y condiciones para quienes son sus destinatarios naturales.