Y mientras tanto, en Uruguay

La cámara de diputados de Chile aprobó un Tratado de Libre Comercio (TLC) con Uruguay por 79 votos a favor, dos en contra, tres abstenciones –en un total de 155 diputados— y la ausencia de las bancadas del Frente Amplio chileno y el Partido Comunista, cuyos integrantes resolvieron participar en la Marcha por la Educación, la primera bajo la segunda presidencia de Sebastián Piñera.
Con la baja de los legisladores opositores, la iniciativa pasó sin problemas a la cámara de senadores, cuando en realidad se aguardaba que la votación en contra marcara el repudio a todos los que ya se han votado en el parlamento trasandino.
A todo esto, las organizaciones rechazan la votación express de una iniciativa que ha motivado fuertes debates entre las fuerzas políticas de ambos países. Tal es el caso de Plataforma Chile Mejor sin TLC o el Observatorio Ciudadano, que consideran “gravísimo” una aprobación sin estudios previos, ni informes económicos o de derechos humanos. Argumentan la vulneración de los propios tratados firmados, que obligan a la consulta con la sociedad civil e instrumentación de espacios “informativos”. El temor de estos colectivos atraviesa la cláusula contenida en el capítulo 18, que –de acuerdo a sus apreciaciones– limitaría la concreción de políticas soberanas, con la exposición del país a demandas internacionales.
En realidad se dio media sanción legislativa, por mayoría, a un acuerdo firmado el 4 de octubre de 2016 entre Uruguay y Chile, donde se establece la eliminación de la doble imposición de los impuestos a la renta y sobre el patrimonio, con acuerdos en el comercio de bienes y electrónico, la regulación de aspectos sanitarios, propiedad intelectual, laboral, medio ambiente y cooperación.
El Frente Amplio uruguayo convocará a un plenario nacional el sábado 5 de mayo para tratar el TLC y el acuerdo de patentes entre el Mercosur y la Unión Europea, que ya llevan una década de trámite parlamentario.
Ocurre que por estos lares lo observan como un peligroso giro neoliberal y un avance a la desregulación, bajo una mirada aperturista y de libre mercado de la Alianza del Pacífico. Es que en la mesa de la fuerza política la sola mención de un tratado de libre comercio genera tirria y toda vez que se cruza el tema por el camino hacen valer su oposición. Un ejemplo es el TIFA (por sus siglas en inglés) o Acuerdo Marco de Comercio e Inversiones que Uruguay tuvo que firmar con EE.UU. ante el rechazo a un TLC.
El documento contiene 241 páginas y, a pesar de su encono, la ausencia del Frente Amplio chileno y el Partido Comunista facilita el camino para la sanción de otros acuerdos, con resolución de controversias de similares características. Claro que esta aprobación resulta un guiño para el presidente Tabaré Vázquez y su canciller, Rodolfo Nin Novoa, y se transforma en un golpe hacia las campañas sociales que fundamentaban su oposición.
En el partido de gobierno uruguayo, Casa Grande –liderado por la senadora Constanza Moreira– y el Partido Comunista batallan a solas contra la aprobación, el MPP no se define y el Partido Socialista se reunirá este lunes, aunque se supo que una mayoría renovadora se inclina a apoyar al presidente Vázquez. Algunos astoristas piden que el plenario se expida sobre el informe elaborado por la Comisión de Asuntos de Relaciones Internacionales del Frente Amplio, antes que sobre el TLC en sí. El documento interno refiere a las condiciones para la negociación de estos acuerdos y exhorta a la conservación de las áreas en las que trabajan las empresas públicas, es decir, energía, agua, telecomunicaciones y servicios financieros.
El sector de Moreira recuerda que el acuerdo se negoció en ocho meses y fue publicado en la web del ministerio de Relaciones Exteriores, sin brindar informaciones hacia la interna partidaria o a las organizaciones de la sociedad civil. Casa Grande critica en su documento que “la confidencialidad no excluye el deber de cumplir con el protocolo de informar a la fuerza política”.
En cualquier caso hablan de “asimetrías” ante las condiciones de desigualdad que presentan entre sí, incluso lo comparan con la cantidad de funcionarios que participan en las negociaciones: por uno uruguayo, hay ocho chilenos. Y van más allá, porque critican que en 13 años de gobierno no se conformaron “equipos negociadores interinstitucionales y permanentes” para llevar adelante los acuerdos. En esta batalla casi a solas, analizan que a pesar de las “listas negativas” que excluyen actividades y sectores de las obligaciones del acuerdo, les resulta “extraño” que las mismas cláusulas que motivaron una salida del TIFA hoy se integren al acuerdo con Chile.
Paralelamente, apuntan a la falta de información a los gobiernos departamentales que “se ven por primera vez en un acuerdo de estas características” y a la liberalización de los mercados internos que “puede comprometer la soberanía” uruguaya. Argumentan que los beneficios no serían inmediatos ni tampoco impactaría en las fuentes de empleo sino en los “monopolios de importación”.
El canciller asegura que la negativa pone en juego la reputación del país y condiciona la firma de otros acuerdos. Sin embargo, sin cambios en la matriz productiva, a lo máximo que aspira Uruguay es a continuar con la exportación de commodities y productos agropecuarios con pocos segmentos en competencia.
El caso chileno es concreto. En la década de 1990, a poco de finalizada la dictadura de Augusto Pinochet, firmó TLC con Estados Unidos, China y la Unión Europea. Después siguieron gobiernos socialistas que mantuvieron un similar procedimiento que le permite, en la actualidad, el acceso a los principales mercados del mundo con 21 acuerdos en más de 50 países.
Como ejemplo de la desmitificación que encierra un TLC en otras partes, cabe destacar los acuerdos de China con Perú, Costa Rica, Australia, Corea del Sur y Chile. Es decir que el gigante asiático utiliza este instrumento a nivel global y que desde hace décadas lo usan los países integrados a la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Sin embargo, en Uruguay, todavía se espera por lo que decida una fuerza política.