La historia reciente y sus dilemas

Ya son noticia vieja las declaraciones del presidente del Centro Militar, Carlos Silva, publicadas en prácticamente todos los medios de prensa, incluido EL TELEGRAFO. Que el Uruguay corre el riesgo de desaparecer debido a las políticas de género, que la búsqueda de los desaparecidos es un “curro”, que los militares extrañan a Huidobro, que hay que ser tolerante con Jair Bolsonaro o que, por supuesto, lo que está ocurriendo en el Uruguay propicia un regreso a los militares al poder.
Puede haber gente muy de acuerdo con todos esos dichos, otra para la que escuchar cosas así es más o menos lo mismo que escuchar a Satán y, algo curioso pero no tanto si se lo piensa un poco, otro grupo al que todo esto le es completamente indiferente. Y habría que ver cuál de los tres grupos es el mayoritario. Porque los que están de acuerdo con Silva seguramente sean los que piensan que estamos al borde del precipicio en materia de seguridad y que no hay más remedio que dejar el país en manos de los militares para que pongan las cosas en orden.
Entre los del segundo grupo están todos los que piensan totalmente lo contrario y siguen viendo en el sistema democrático del voto el único camino posible, aún cuando las cosas se pongan más que complicadas. Finalmente, están también los que a esta altura ni siquiera se deben haber enterado de las opiniones de Silva. Porque no miran los informativos, no leen los diarios y, a la hora de utilizar las redes sociales, lo último que se les ocurre hacer es leer algo sobre lo ocurrido en nuestro pequeño país. Algo que, para los que nacimos y crecimos antes del dominio de la Internet, parece una cosa espantosa, indeseable.
Pero pensar así es no ver realmente al mundo que nos rodea. Porque mientras algunos pueden incluso llegar a las manos aún en el presente en materia de política, hay toda una franja de la población más joven a la que algo así le importa menos que nada. ¿Quién tiene razón y quién está equivocado? Como ocurre casi siempre, la razón no está de un lado ni del otro, sino más bien en el medio. Pensar que los militares pueden tener nuevas posibilidades de gobernar está en las antípodas de ¿el pensamiento democrático? Claro que sí, pero mucho más en las antípodas del pensamiento de un joven menor de edad o que ronde los veinte o hasta los treinta años.
Uruguay recuperó la democracia hace 33 años. Los que vivimos parte de nuestra vida en los tiempos de la dictadura seguimos viendo ese período del país como fundamental, una etapa que marcó a fuego a toda la sociedad, que la dividió y detuvo el progreso republicano durante más de una década. Todos pensamientos que, alguien que nació y creció después, muchas veces no puede comprender. Claro, están las familias que se vieron directamente involucradas en ciertos hechos de un lado o del otro y que arrastran hasta hoy ciertas heridas que probablemente no cicatrizarán nunca. Pero el grueso de la población vivió tales radicalismos de lejos.
Está bien, cualquiera puede decir que, de una forma u otra todos estuvimos involucrados –lo dijo Jorge Batlle de alguna manera– pero poniéndose en el lugar de una familia que vivió más o menos rutinariamente durante la dictadura, sin meterse en ningún problema y que tiene su obvia descendencia en nietos que son los jóvenes del presente. ¿Cómo ve esa gente todo lo que pasa hoy? Una respuesta es que, en realidad, no lo ve. Más preocupados por saber qué es lo último que publicaron en Facebook o conectados con “amigos” del otro lado del mundo, que un señor mayor como Silva extrañe a otro como Huidobro –con el que alguna vez fue enemigo acérrimo– no le importa un comino.
La pregunta es ¿debería importarle? ¿Realmente afecta su mundo esta especie de declaraciones? ¿Sus padres hablan con ella o él sobre el tema? O si nos ponemos más sociológicos ¿las pocas veces que sus padres se comunican eligen justo ese tema para hablar? Seguramente no. Y es lo más natural que así sea. No está bien ni está mal, pero es natural. Algo que pasó hace más de tres décadas no puede llenar la cabeza de alguien que nació hace menos de dos. Es totalmente utópico pensar eso.
El bombardeo constante de informaciones de todo tipo que efectivamente le interesan mucho más, es una competencia que gana por muchos cuerpos a la vieja historia reciente o la aburrida política. Es otra especie de radicalismo. Ya no el de izquierda y derecha, sino el de pasado y futuro. El presente de toda esa juventud clavado en el medio, se diluye cada vez más rápido. Los que quieran una sociedad que se preocupe por asuntos del pasado la tienen difícil en cuanto y en tanto las redes sociales inundan el mundo de imágenes y conceptos mucho más atractivos que el simplemente ocuparse del “pasado reciente”.
Reciente que se aleja cada vez más. Reciente porque este es un país que vive en el pasado. Para poner un ejemplo de lo que son los países verdaderamente progresistas –los que progresan, digamos–, la Segunda Guerra Mundial terminó en 1945, pero para 1975 a ningún alemán, inglés o francés se le ocurría hablar de ella como “historia reciente”, sino como un pasado bien enterrado que no queremos repetir. Pero la diferencia con las nuevas generaciones es que así y todo, en Europa hasta ahora nadie deja de conocer lo que fue la guerra para sus pueblos.
Es cierto aquel conocido adagio que decía que hay que conocer el pasado para no repetirlo, pero ¿cómo aplicarlo en un mundo en el que lo que pasó hace solo un año o dos ya es considerado descartable?
Nadie en su sano juicio querría repetir ciertos momentos violentos de nuestra historia pero, aparentemente, lo que la mayoría quiere hacer no es recordar, sino olvidar. Mientras otros no quieren recordar, sino vengar. Cuando legiones de uruguayos hablan de que “todo tiempo pasado fue mejor”, lo hacen también olvidando que lo que tan dulcemente están recordando también sucedió durante la dictadura, aunque sean totalmente opositores a ella. Es una operación cerebral de nostalgia en la que se selecciona lo que mejor convenga para el discurso de turno. Y todos lo hacemos, lo reconozcamos o no. Así la memoria nos protege, y descarta aquello que nos hizo sufrir. Es un simple mecanismo de supervivencia. Que ha sido adoptado no sólo por el individuo sino también por sociedades enteras.
Juzgar que esto sea nefasto o que simplemente sea lo que racionalmente y naturalmente ocurre, es el viejo dilema en que cierta parte de nuestra población se mete cada vez que alguien como Silva dice cosas como las que dice. Enfrentar, estar de acuerdo, u olvidar. Tres caminos que se bifurcan y construyen, de alguna manera, nuestra identidad.