Los ciberexcrementos que ensucian la paz social

Las fiestas tradicionales se prestan para cambiarnos el carácter y nos vuelven algo más humanos, simpáticos y hasta tolerantes. Eso mientras dure esta semana, después volveremos a la normalidad, con el clásico apego a nuestro individualismo, a los juicios simplones y con la eterna mirada puesta en lo que hace el vecino con más ansias de críticas sin contenido que con miras a transformar una sociedad, donde solo el fútbol supera a la hipocresía como deporte nacional.
Mientras el mundo se blinda contra atentados radicales o desastres naturales, por estos lares nuestras luchas son bastante menos fratricidas pero muy temperamentales desde otros sentidos y, al tiempo que nos esforzamos por hacer prevalecer nuestros derechos individuales, dejamos por el camino algunos valores que también están ligados intrínsecamente con la convivencia o la frase tan repetida de “construir ciudadanía”.
En tanto en otros sitios refuerzan especialmente la seguridad para festejar la salida del año viejo, en Uruguay nos apegamos a la idiosincrasia del exceso, con mucho alcohol y ruido que nos saque de nuestros silencios porque hace rato que dejamos de escucharnos.
A pesar de la mirada refundacional de las últimas administraciones, algún día entenderemos que lo que somos y hacemos cada día es el resultado de más de 200 años de historia que, claramente y aunque nos y les pese, será difícil de quitar por decreto, por modismos o transformaciones de palabras. Por eso mismo que explicitan con tanto tecnicismo y que se denomina la “naturalización” de las conductas. Y porque lo que hoy critican como si fueran los atalayas de las conductas humanas, en otros tiempos practicaban por costumbre. Es probable que los mismos que antes insultaban y escupían al presidente Jorge Batlle en plena crisis cuando caminaba por la rambla o le gritaban traidor a Hugo Batalla por irse del Frente Amplio –quien además debió mudarse de barrio ante tantas pedreas–, hoy se escandalizan e histeriquean porque al ministro Danilo Astori lo agraviaron y ofendieron a la salida de un supermercado junto a su esposa.
¿Que estuvieron mal en el pasado pero también está mal retribuirlo de la misma manera es verdad. Esa intolerancia debe ser condenada venga de donde venga, con la mayor severidad. Pero lo que se ve en los últimos años es que la corrección política está enfocada solo hacia un lado, porque siempre estuvo mal insultar a un presidente o a un ministro. Incluso hasta alegrarse de alguna muerte por las redes sociales. Sin embargo “esos” agravios muestra de intolerancia, falta de respeto y humanidad de sectores patoteriles son bien aceptados por una parte de la ciudadanía, que después se horroriza cuando le tocan uno de su palo.
Miles de hombres y mujeres han pasado a lo largo de la historia de este país y dejaron su impronta que, equivocada o no, corresponde a una época y a un análisis que deberá hacerse considerando la realidad de aquél momento. De lo contrario, seguiremos hablando con la misma falta de rigor con la que hablamos de algunos hechos, solo para que una tribuna ideológica nos aplauda a rabiar cuando sabemos –¡vaya si lo sabemos!– que la Historia con mayúsculas debe estudiarse con rigor para que las nuevas generaciones entiendan por qué estamos donde estamos y hacemos lo que hacemos.
Sin el reconocimiento de esa realidad que nos circunda, pecaremos siempre del mismo infantilismo agudo de mirar de forma sesgada nuestra condición. Y esa condición no se cambia con las transformaciones de un léxico que pretende, a fórcep, creer que la inclusión atraviesa por el lenguaje o imponiendo a la sociedad una forma de actuar, por falsa que ésta sea.
No hace falta una política social de determinado sesgo para ser mejores personas, por eso siempre está allí la pregunta: ¿cuánto hicieron en otros tiempos por sus semejantes y desde su lugar humano los actuales paladines de las buenas prácticas inclusivas o solidarias? Porque para ser solidarios, humanistas y buena gente no hace falta que lo establezca un programa de gobierno ni se impregne de academicismo o lo atraviese una bandera. Hay que serlo siempre o no serlo.
Y el año que comienza es probable que nos encuentre ante el desafío de cambiar el criterio y entender que pensar distinto es el privilegio de sociedades que crecen con fundamentos propios y sin definiciones ofensivas, atadas –siempre atadas– a dialécticas que no conducen a nada, salvo a dividir a las sociedades aún más de lo que se encuentran. Porque, para eso, algunos ya se preparan tanto desde las redes como en los atriles.
Hoy esas ventajas saltan a la vista y se observan tanto por cadena nacional como por publicidad oficial y no hay opciones para su incumplimiento.
Por eso se sancionan leyes “positivas” que sólo servirán para demostrar que la verdadera discriminación no finaliza por decreto sino al contrario, éstos profundizan las brechas ya existentes. Y más allá de lo que griten algunos –muchos o pocos, no importa– en Facebook o Twitter, detrás de estas iniciativas se esconde el verdadero interés, que es arrimar votos.
Porque la igualdad es multidireccional y porque, ya lo sabemos, tampoco somos todos iguales ni merecedores.
Existen diferencias caprichosas que un programa de gobierno no podrá cambiar jamás y, cuando esto se pretende demostrar, surgen los previstos improperios que atentan contra una de las libertades más caras y a la que le tienen el miedo mayor, como la libertad de expresión o, mejor dicho, la libertad de pensamiento.
Claro, para todo lo demás existen las redes sociales, esas cloacas del ciberespacio por donde fluye lo peor de cada uno de nosotros, y que poco y nada aportan a los debates de ideas y la reflexión.
Pero los excrementos expresivos que circulan en la cibercloaca no distinguen partidos, razas, líneas políticas ni economías, y tarde o temprano terminan ensuciado a todos.
Porque nadie tiene el real control del caño maestro, ni siquiera aquellos que tienen contratados especialistas en trabajos sucios que con múltiples identidades falsas se encargan de hacer lo que el político o su partido no puede directamente, porque sería mal visto por la sociedad que le paga el sueldo. Por eso el mal humor de algunos y la sensación de desgaste sale hacia afuera.
En algún momento entenderán –aunque difícilmente los reconozcan—que esos mismos, han hecho mucho para crear este ambiente cargado de violencia que ahora critican y condenan, y lo han hecho a lo largo de décadas, incluso mucho antes de que las redes sociales existieran, por aquella máxima de “cuanto peor, mejor”. Y desgraciadamente hoy estamos pagando las consecuencias, que al paso que vamos, con el tiempo se irán agravando.