Entre el descreimiento, la verdad y los eslóganes

Ya en plena recta de las campañas de los respectivos partidos para las elecciones internas y pasar prácticamente de inmediato a la siguiente fase de cara a la convocatoria popular de carácter nacional, se entra en la tradicional vorágine de apelaciones a la conciencia ciudadana, a las propuestas en base a programas que se presentan para consumo masivo como las fórmulas para resolver los problemas tanto coyunturales como de fondo que tiene el país.
Un escenario que por supuesto no es novedoso ni mucho menos en el Uruguay y tampoco en las naciones que en las que rige un sistema democrático con plena vigencia de la institucionalidad, ya sea de carácter parlamentario o presidencial, sobre la base de elegir al gobierno por una mayoría de voto popular, por el Parlamento en forma indirecta o por grandes electores, de acuerdo al sistema en cada democracia.
Pero naturalmente, cuando se entra en la realidad de las campañas y en las motivaciones de cada ciudadano, nos encontramos con que hay una amplísima gama de razones para decidir el voto, de acuerdo a los valores y postura que asume cada elector, lo que no siempre tiene que ver con la argumentación, sino que pesan muchas veces apelaciones emotivas, al voto “contra” tal persona o partido, y no por decisión entre propuestas, libre de prejuicios o negativismos.
A la vez el componente del descreimiento que asoma en cada campaña no puede soslayarse, desde que a partir del retorno a la democracia, en 1985, cuando el proceso de doce años de dictadura determinó que gran porcentaje de los uruguayos se interesaran por la política, con el paso de los años ha crecido y la falta de respuestas en muchos planos de primordial interés para el ciudadano derivan en que las campañas –excesivamente largas en nuestro país, sin dudas– aparezcan frías cada vez durante más tiempo, y recién se entibien a pocos días de la fecha de la convocatoria.
Es que por más que durante meses cada partido pone a trabajar a sus técnicos y sus más altos dirigentes recorren de punta a punta el país para convencer y recoger insumos para su programa-propuesta, se termina en un documento de decenas y cientos de páginas, que seguramente siendo generosos lee menos del uno por mil de los votantes, por lo que en el mejor de los casos a lo sumo se termina conociendo por el elector algunos de sus titulares, sin entrar en mayores detalles.
No puede extrañar que al final en la decisión pesa una guerra de eslóganes “atrapavotos”, esquemáticos, maniqueístas, y con más descalificación hacia los adversarios que para distinguir alguna supuesta virtud del proponente.
Es que más allá del contenido de la propuesta, de lo que se dice que se va a hacer, el gran tema pasa por el cómo se va a hacer, y en este aspecto por regla general los candidatos mantienen hermetismo y se parapetan detrás de generalidades y frases hechas, como el “país productivo”, “impuestos para los que más tienen”, pleno empleo para todos, grandes planes de vivienda de interés social, lucha contra la inflación, aumentos de salarios y pasividades, desarrollo de infraestructura, en un largo etcétera que más bien es una apuesta a la credulidad y hasta la fe del votante, en lugar de una propuesta confiable y bien fundada, en la que no todo sean mieles, o poco menos que cruzar el río a nado y salir seco.
Pero por encima del ruido de la campaña electoral, a la hora de las decisiones, debería tenerse en cuenta que el Uruguay está atravesando una coyuntura difícil, con un escenario que si bien no es el peor dentro de la región, denota una tendencia manifiesta al estancamiento, con creciente desempleo y déficit fiscal, un gasto estatal rígido que debe financiarse con menos recaudación producto de la crisis, un retraimiento del consumo que se ve reflejado en la ventas, y que por lo tanto requiere respuestas que están muy lejos de las edulcoradas “soluciones” que plantean muchos candidatos, sobre todo los del oficialismo que están defendiendo la gestión de los últimos tres períodos. Mucho menos hablan del ajuste que necesariamente deberá hacer el próximo gobierno, porque naturalmente, sería reconocer que gran parte de la crisis que hoy vive el Uruguay es consecuencia de que el partido de gobierno ha seguido incrementando el (mal)gasto público en forma desaforada, y ello ha provocado que las cuentas del Estado sigan incrementando el rojo –actualmente en un 4,5 por ciento del Producto Bruto Interno– y no se reconozca que no solo debe gastarse mucho menos por el Estado, sino hacerlo mejor.
Y el punto es que a esta situación se ha llegado cuando nuestro país atravesó una década de bonanza como nunca antes, favorecido por la coyuntura internacional para nuestros productos primarios de exportación, sin que siquiera se tuviera un margen lógico de prudencia para utilizar criteriosamente estos recursos, en lugar de seguir comprometiendo gasto rígido que condiciona brutalmente el margen de maniobra que tendrá el próximo gobierno.
¿Es posible seguir aumentando impuestos a un empresariado postrado, que lejos de invertir, se está ajustando en gastos de funcionamiento y a menudo apela a reducir personal y horas de trabajo, frente a un Estado que se lleva una enorme porción de su trabajo? La respuesta es un rotundo no, y en otras áreas queda poco paño para cortar, pese a las versiones optimistas que expresan, o por lo menos así quieren transmitirlo, los candidatos del Frente Amplio.
Lo dijo incluso en un rapto de sinceramiento –un sincericidio, dicen algunos– el ministro de Economía y Finanzas Danilo Astori, –quien en su momento hizo alarde del mentado “espacio fiscal” que tenía para gastar–, al reconocer recientemente que las cosas no están bien desde el punto de vista de la economía, y que el gobierno debió haber cuidado el gasto cuando era el momento propicio para hacerlo, en lugar de hacerlo crecer hasta la magnitud actual. “La carga tributaria hoy ha llegado a un límite. Si le estamos pidiendo al sector privado mayor inversión no cometamos la contradicción de ponerles más impuestos o aumentar su carga tributaria”, argumentó el secretario de Estado. La realidad indica que no habrá salidas sin ajustes graduales o de shock “de austeridad”, como dijera un precandidato del propio Frente Amplio. Pero se habla tarde de austeridad desde el oficialismo –no digamos ya de aplicarla–, y por supuesto es lo que menos va a haber en período preelectoral, cuando se pagan duros costos políticos por cualquier ajuste.
Sin dudas el peso recaerá sobre el próximo gobierno, que va a tener menos margen que el actual para seguir tirando la pelota para adelante, por más eslóganes y palabras que suenen dulces al oído en la campaña, porque los responsables de la situación, los del gasto alegre del dinero de los demás, siempre culparán a los otros. Además, saben que siempre habrá quienes les crean, o que no les importe la verdad.