La credibilidad en el espectro político

Los parlamentarios uruguayos persisten en el hábito de mirarse el ombligo –aún en tiempo electoral– y discutir sobre temas que no están ni en la agenda ni en la preocupación ciudadana. La evidencia empírica señala que este comportamiento se agudiza en épocas de elecciones, pero este año ha sido particularmente intenso y con una sostenida falta de respeto por quien piensa distinto.
Los ámbitos legislativos, tanto en Senadores, Diputados y hasta en la Junta Departamental, se presentan tensos y proclives a las reacciones, con el uso de un lenguaje cargado de violencia y agresividad cada vez que se plantea un asunto álgido.
Los llamados a sala a ministros o la reciente renuncia del diputado Daniel Placeres, fueron momentos de tirantez y a estas alturas, es difícil definir si las formas de dirigirse entre ellos es real o una mera actuación para las cámaras que transmiten en cualquier momento de las sesiones.
Aunque una mayoría defina que estos comportamientos “son comunes” o “nada excepcionales” porque se inscriben en el marco de un debate parlamentario, son ellos mismos quienes después aprueban legislaciones contra la violencia y discurren en largas exposiciones sobre este mal que aqueja a nuestra comunidad.
Mientras se permiten estos comportamientos en sala, incluso desde las barras –tal como ocurrió en la sesión en que renunció Placeres– con insultos y amenazas incluidas, debemos tolerar que digan que en las comisiones tienen un trato cordial y discuten las mociones en un buen clima.
Si esto es así, entonces dejan muy mal parado al poder Legislativo a cambio de un minuto de impacto mediático.
Porque si rompen los códigos con tal de figurar, entonces vamos en camino a algo más peligroso que una discusión ideológica que, en términos de debate, no sería preocupante. Pero como en este país no estamos acostumbrados a los debates –porque algunos referentes le disparan como a algo indeseado–, entonces queda la duda de si realmente están capacitados para legislar. Porque una cosa es inscribirse en una lista que participa de las elecciones para después argumentar que se sientan allí por el voto ciudadano, y otra cosa muy distinta es estar preparados para enfrentar la responsabilidad para la cual se los puso en ese lugar.
La gritería, los malos tratos o las adjetivaciones fuera de lugar se vuelven rutina, en un lugar donde confluyen nada más ni nada menos que los asuntos ciudadanos. Y si esto preocupa es porque Uruguay ha dado cátedra de civismo en un continente bastante crispado en los últimos años.
Aunque no hemos llegado al clima de otras naciones cercanas, debemos mirar con atención y comprender que son signos arriesgados y expuestos a que ocurra, si lo descuidamos. Porque no existe una vacuna contra la violencia, así como tampoco es posible la inoculación contra los egos desmedidos. Hace unas semanas firmaron un pacto “ético” contra las noticias falsas y se comprometieron a no generarlas ni amplificarlas. Sin embargo, faltó este aspecto que –si bien no se relaciona con las “fake news”– también habla de esa “ética” que debe prevalecer en la política.
Las redes sociales ayudan a fogonear algunas situaciones y todos se acostumbran a acomodar los hechos a sus argumentos y discutirlos desde ese punto de vista. Mientras leemos y pensamos solamente con quienes nos apoyan o le ponen un “me gusta” a cada publicación que sigue una misma línea de pensamiento, nos tornamos cada vez más intolerantes ante una opinión divergente. La emoción suele jugar una mala pasada y en ocasiones, hasta una frase puede contener un desafío personal o servir para sentirnos interpelados.
Es que así comienza el manejo arbitrario del poder y, claramente, en Uruguay crece el tono despótico que mezclado con el sentimiento de intocabilidad, generan un caldo de cultivo que se apodera de un espectro cada vez más amplio. Las histerias colectivas disparan comportamientos radicales y habilitan a las clasificaciones de “buenos” y “malos” que, en política, significa simplificar demasiado porque tanto unos como otros están en todos los bandos. Absolutamente en todos.

 

La tendencia a utilizar la posverdad en las argumentaciones, atraviesa al abanico político y desde este punto de partida parece difícil encarar un debate serio, a conciencia y con autocrítica.
Y a las alertas las envía el propio sistema porque el desgaste se nota mucho. En los últimos años, hubo políticos que desfilaron en los tribunales y eso afecta la confianza en la resolución de conflictos bajo un régimen democrático.
Es probable que no recordemos los resultados de una encuesta que Gallup hizo en Uruguay unos días antes del Golpe de Estado. En esa consulta, los uruguayos opinaron –por un amplio margen– que los políticos abusaban más de los privilegios, los militares eran más honestos y trabajaban más seriamente. Incluso eran más útiles para el bienestar del país y tenían más respeto por la Constitución y las leyes. E

 

l año pasado, la empresa Factum presentó su “Ranking de confianza en las instituciones”.
Los bancos encabezaron la lista con 58 puntos. Muy por debajo está la Policía con 48 puntos, el Poder Judicial (41), las Fuerzas Armadas (36), la Iglesia Católica (34), el Parlamento (32) y los empresarios (30). Las dos últimas posiciones están reservadas a los sindicatos (26) y los partidos políticos (21).
Por eso es bueno que los partidos políticos se ubiquen, porque el poder ciudadano ya los colocó y lo hizo del cuarto inferior de la tabla para abajo. Nos es nueva esa mirada crítica y, a pesar del cambio generacional, las percepciones siguen siendo parecidas.