Una realidad silenciosa

En Uruguay, la tasa de suicidios se incrementa levemente. El año 2018 cerró con 710 casos que significan 20,25 casos cada 100.000 habitantes. Eso, además, es el doble que el promedio mundial, ubicado en diez cada 100.000. La tasa llega a su pico en las personas mayores, donde registra 36 casos cada 100.000 y en su mayoría (76%) fueron hombres.
Una vez conocido el dato frío de las estadísticas, se disparan las reflexiones sobre la necesidad de difundir campañas de ayuda a personas que atraviesen por una fuerte depresión. Incluso hasta en los medios de comunicación se extiende un manto de dudas para su abordaje, a fin de no alentar situaciones similares. Sin embargo, el no hablar no sirvió, porque los casos, lejos de bajar, mantienen una curva de crecimiento. Y todo esto, a pesar de las crisis o de los buenos tiempos. Porque en Uruguay, esta tendencia al suicidio ha sido pareja.
Inmediatamente después de Navidad, el Ministerio del Interior dio a conocer las situaciones de violencia reportadas entre la hora 0 del martes 24 y las 24 horas del miércoles 25. Solo ese día hubo 7 homicidios y 8 suicidios, además de rapiñas y lesiones personales, entre otros.
Montevideo y Canelones concentraron la mayoría de los hechos y únicamente en la capital del país ocurrieron 5 de esos suicidios. Los restantes tres, se registraron en el departamento canario.
No es sencillo hablar del tema, pero es imprescindible que se instale de una vez. Especialmente a partir de campañas de bien público, tales como las existentes sobre la violencia basada en género. Somos un país con apenas tres millones y medio de habitantes y mantenemos la segunda tasa más alta de América Latina, con un récord propio que lleva décadas y es, en comparación con otras naciones, una de las más altas a nivel global. Algo hay que hacer con toda esa información. Y no vale el argumento de que los números están claros por la correcta sistematización de los datos. Porque parece que vale lo mismo que no los tuviéramos.
Por ellos no hay marchas ni reclamos sociales. Su invisibilidad, transformó este problema de salud pública en un asunto cuasi filosófico. Que se comenta en voz baja y ceñido al ámbito familiar o en un círculo estrictamente privado. En cualquier caso –y más en este en particular– la información es poder que debe llegar a personas cercanas para “hacer algo”, antes que sea demasiado tarde y comience el cruce de culpas.
La tendencia es atribuir a esta decisión, una causa o dos, cuando es mucho más compleja. Y, peor aún, acostumbrarnos a poner culpables con nombres y apellidos. La simplificación resulta malsana y mentirosa. Como en prácticamente todos los temas.
Es que la divulgación responsable, con códigos y respeto hacia el destinatario, puede cambiar una decisión y transformarse en un halo protector, que acerque la ayuda en el momento preciso. Pero, como hablamos de un escenario complejo, las intenciones avisan con cambios en el comportamiento o no, con alusiones o conversaciones sobre el tema. Porque, tampoco vale aquello de “si avisa, no lo cumplirá”.
El suicidio, así como otras depresiones, requieren justamente lo que hoy no tenemos: tiempo y paciencia. Las relaciones, a menudo impersonales, nos llevan a estar demasiado activos en las redes sociales o con la comunicación digitalizada de los celulares o las computadoras. Y miramos poco para nuestros costados, sin prestar demasiada atención a quienes nos rodean, porque la depresión involucra a 600.000 uruguayos.
Esas realidades, lejos de espantarnos, pasan desapercibidas y solo las comentamos cada 17 de julio, en el marco del día nacional de prevención de este flagelo. O cuando nos enteramos –si nos enteramos– de algún caso. Pero queda en eso.
Porque las contradicciones del ser humano son muy fuertes. Quién puede explicar las reacciones sociales ante el incremento de los homicidios, que llegaron a más de 400, contra las autoeliminaciones que superaron las 700 el año anterior. Es que esas reacciones, también conforman el núcleo complejo de lo que somos.
Así como ocurre con la inseguridad ciudadana o la violencia intrafamiliar que no tienen –ni requieren– soluciones mágicas o fáciles, con los suicidios pasa igual. Y un aspecto aún más desconcertante es que la sabiduría de nuestros mayores tampoco sirve de mucho en estos casos, porque se incrementa en la población mayor de 60 años. Ni los profesionales, como los médicos, cuya tasa duplica a nivel mundial al del resto de la población. Ni para quienes tienen solucionada su economía familiar, porque la depresión ocurre en situaciones de pobreza tanto como en la holgura económica. Ni la juventud nos salva, porque las estadísticas así lo afirman.
Recomendar empatía es fácil. Pero en ocasiones, y por repetición, nos salva la información pura y dura. Sin poses ni refinamientos, porque acá es necesario ayudar a quienes ya no quieren seguir así. Porque, en el fondo, nadie quiere terminar con su vida, sino con el problema que la agobia.
Y si Salud Pública no lo hace o lo hace poco, entonces debemos insistir en la existencia de un servicio que se brinda durante las 24 horas. La Línea Vida o 0800 0767, *0767 desde un celular, puede servir de ayuda. Incluso algunos referentes locales que se reúnen para dar una voz de aliento y sin prejuicios.
No es un problema de pocas personas, sino de muchas. O para tener una idea: en el mundo ocurre un caso cada 40 segundos, son más de 800.000 personas por año. Es bastante más que las guerras y los homicidios juntos. La Organización Mundial de la Salud asegura que por cada situación consumada, hubo 20 intentos.
Así y todo nos resulta un problema ajeno y lejano. Mientras pensamos si es huída, cobardía o valentía, los casos simplemente ocurren. Y mientras el resto pierde el tiempo en elucubraciones, ellos simplemente se van. Solo quedan sus mensajes que aún nos interpelan, pero que nos cuesta dimensionar.