Lo que queda por resolver a partir de 2020

En tiempos electorales el cruce de artillería verbal es notoria y entendible. Pero cuando esos períodos finalizan en las urnas, donde se manifiesta la voluntad de la ciudadanía, debería sobrevenir un tiempo de reflexión para aquellos que perdieron. Incluso para quienes asumirán el Poder Ejecutivo porque ocuparán una responsabilidad histórica, donde deberán cumplir con los compromisos asumidos durante una larga campaña.
Lejos de eso –y a pesar del tiempo de receso veraniego– hay dirigentes frenteamplistas preocupados por el futuro de la coalición multicolor que, de alguna forma, también pasarán a integrar. Porque los organismos de contralor, de acuerdo a lo anunciado por el presidente electo Luis Lacalle Pou, serán ocupados por la fuerza política del gobierno saliente.
El expresidente del Banco Central y exprecandidato a la presidencia por el Frente Amplio, Mario Bergara, augura que “dure poco” la coalición con Cabildo Abierto “por el bien del Uruguay”. Y lo explica por las visiones de país e institucionalidad que tiene el partido liderado por el excomandante en jefe del Ejército, Guido Manini Ríos.
O sea: la preocupación no está puesta en el déficit fiscal más alto de los últimos treinta años que ellos mismos dejan, y que obligó al gobierno saliente a utilizar a las tarifas públicas como variable de ajuste ante un panorama incierto. Y que tampoco sirvió porque nunca cedió ese guarismo cercano al 5% del Producto Bruto Interno. Porque si no hubiese sido tan alto, probablemente no hablaríamos de ajustes fiscales.
Tampoco es el complejo panorama del futuro del empleo en Uruguay, enmarcado y atado a los resultados educativos que persisten como un cuello de botella en la educación media. Porque jóvenes mejores capacitados también consiguen mejores empleos y esa ecuación que parece simple y obvia, ha costado bastante insertarla en las discusiones sobre políticas públicas. Ni hablar del desempleo, la competitividad, los bajos niveles de inversión, la seguridad social o la inseguridad ciudadana que atraviesa a todas las clases sociales.
El motor de la economía acelerará su rumbo a través de la inversión privada. El ámbito público tuvo durante la pasada administración y tendrá, a partir de los anuncios y discursos de campaña, un despliegue cauteloso por los ahorros necesarios que deberá imprimirse sobre las cuentas públicas.
Y porque la tranca permanece sobre un país que tiene una pesada carga impositiva y resulta caro en un contexto de recesión. Eso, debería preocupar y no otra cosa. Son costos operativos pero también laborales que las empresas resuelven con la adquisición de mayor tecnología y que comienzan a sustituir a los puestos de trabajo, por simple y por menos dolores de cabeza. O, simplemente terceriza sus servicios y contrata a quienes están registrados como unipersonales. Así se resuelven las complejas relaciones laborales en los últimos tiempos.
Pero ahora será el próximo gobierno el que deberá remangarse y adoptar decisiones antipáticas, cuyos resultados tampoco se verán en el corto plazo.
El panorama positivo para atesorar como un bien, tampoco es un descubrimiento o logro de las últimas administraciones, sino un proceso largo que comenzó con la reinstalación de la democracia en 1985. La fuerte institucionalidad, la estabilidad del sistema financiero, el nivel de reservas, el respeto a los derechos individuales y a las reglas de juego, nos muestran confiables hacia un mundo cada vez más competitivo. Pero ahí está el problema.
La clave está en la productividad que parte de una cultura del trabajo, donde no haya una conflictividad excesiva y se cuiden las fuentes de empleo. Pero eso va a contrapelo de lo que anuncia el movimiento sindical, liderado por los extremos y los públicos, que sienten la impunidad de parar al país cuando no se atienda un reclamo.
Por el lado del sistema político, probablemente uno de los mayores desafíos del mandatario electo será mantener la coalición que integrará el gobierno, pero que también se verá reflejado en un parlamento fragmentado. Ahí, en cualquier caso, la cintura política será necesaria para arribar a consensos, basados en una negociación abierta. Y todo esto, bajo el escenario económico complejo que urge retomar la senda del crecimiento, sin provocar la tensión social.
Porque en los últimos tiempos hubo una particular preocupación por instalar en el centro del debate el déficit en el sistema de la seguridad social, cercano a 3.500 millones de dólares y que se incrementa año tras año. Un rojo que creció y ahora se plantea como parte de un problema para mejorar las cuentas públicas. O una reforma educativa, que apunte a una mejor formación para equilibrar la calidad del empleo uruguayo y posibilitar la inserción en mejores puestos laborales.
Porque los países competitivos invierten en investigación y desarrollo, innovan y se diferencian. Pero, claramente, Uruguay ni siquiera está a mitad de camino. Y eso, también debería ser un motivo de preocupación.
Por eso, ante tantos pendientes, la clase política debería unirse para resolverlo y aprender que, en una región incierta, lo mejor es mostrarse sólido. Porque los desafíos económicos y sociales, también son políticos.
Mientras no modernicemos la visión de país anquilosada en lo público, con una visión estatista y donde todo lo regule el mercado, entonces, seguiremos discutiendo por lo mismo. La postración de los discursos políticos de quienes ahora pasarán a ocupar la oposición se basa en un estado de bienestar intocable a los intereses de quienes resultaron funcionales. Porque el reparto no llegó o llegó muy escasamente a la población.
Además, el 2020 volverá a ser un año electoral, donde se manifestará un escenario totalmente diferente al anterior. Las elecciones municipales presentan desafíos en sus propios feudos, donde existe un marcado perfil de los dirigentes locales y eso pesará también en sus discursos.