La traición de asesinar al camarada

El sábado por la noche, Juan Manuel Escobar (22), Alex Guillenea (25) y Alan Rodríguez (31), tres infantes de Marina custodiaban una vieja antena de radar, cerca de la Fortaleza del Cerro, en Montevideo, en una pequeña cabaña. Un exmarino que cumplió funciones en el mismo lugar hasta marzo pasado cuando fue dado de baja, aprovechando que conocía a quienes allí se encontraban, vio facilitado el acceso y a sangre fría asesinó brutalmente a los dos que estaban en la sala, escuchando música con los auriculares puestos, y al tercero que dormía en el cuarto.
El domingo por la mañana el país fue conmovido con la noticia. Tres integrantes de las Fuerzas Armadas asesinados, en principio, para robarles las armas, que serían vendidas para convertir ese dinero mal habido en droga. No se sorprendieron cuando vieron al asesino. Entrenados para actuar ante cualquier contingencia violenta no imaginaron que un excamarada iba a cometer tal atrocidad, iba a terminar con sus vidas y sus proyectos.
No lo imaginaron porque los camaradas son aquellos con quienes se comparte ese momento crucial de poner en riesgo la vida ante una acción cruenta e incluso cada uno está dispuesto a dar su vida por otro de su clase. Todas las guerras están repletas de esas historias de coraje y sentido de cuerpo. No hay traición mayor que asesinar a un camarada de armas. Pero la droga parece estar por encima de todo, y este asesino y drogadicto (eso no lo exime del castigo que merece) resulta ser, tristemente, un ejemplo.
Llegó esa noche, asesinó a los tres infantes de Marina y se fue a la casa de unos amigos, pensando solo en cuánto dinero iba a obtener por las tres pistolas Glock. Las fuerzas de seguridad, con el empuje del repudio nacional, en pocas horas lo capturaron junto a sus cómplices y fue formalizado por homicidio muy especialmente agravado.
Queda aun mucho camino para su condena y para que pague con largos años de cárcel la infamia de traicionar la confianza de quienes llegaron a verlo como un igual. La primera imagen que nos asalta de este asesino es la de un sicópata, alguien que actúa para conseguir su propio beneficio, sin reaccionar ante el sufrimiento de los demás, pero siendo plenamente consciente de lo que está bien y de lo que está mal.
Todavía permanece en nuestro sentir nacional que Uruguay es uno de los países más tranquilos de América Latina. De hecho, quienes llegan desde lugares proporcionalmente más violentos, dicen lo mismo. Uruguay es un tranquilo lugar donde se puede vivir tranquilo. Pero, cuidado, el país experimenta una escalada de violencia y recientemente empezó a mostrar signos de que se está convirtiendo en una ruta de exportación para el tráfico de drogas y el crimen organizado. No parece este un caso de ese tipo, más bien de un criminal solitario en busca de unos pocos cientos de dólares para satisfacer su frenética adicción.
Sin embargo, la calma por la que destacó Uruguay en las últimas décadas parece haberse interrumpido en años recientes. Solo en 2018 los homicidios aumentaron en 45%, los robos con violencia en 53% y aquellos sin violencia en 23% respecto al año anterior, según datos del Ministerio del Interior.
De hecho, el domingo en que fueron descubiertos los cuerpos de los jóvenes asesinados, hubo otras muertes igualmente repudiables. La del árbitro Andrés Pollero, asesinado para robarle el auto y los filicidios de dos niños de 8 y 10 años y el suicidio de su padre quien tras segar la vida de sus propios hijos llamó a la madre y expareja para contarle el horror y luego matarse.
Y está “la otra pandemia”, silenciosa pero igualmente terrible, la de femicidios. El año pasado sumaron entre 25 y 30 según diversas organizaciones que muestran resultados diferentes. El peor enemigo dentro del propio hogar o con anterior vinculación íntima.
Ya nada es igual a hace relativamente pocos años. El Uruguay donde los actos violentos eran escasos parece haberse ido y difícilmente retorne, ante el desmadre social, la falta de cohesión de la sociedad. Este Uruguay sufre sin dudas la división generada a partir de la pérdida del país que se sentía orgulloso de su educación, igual para todos más allá de posibilidades económicas.
La falta de una buena educación es uno de los factores que lleva a la drogodependencia por un lado y al involucramiento en ese tenebroso como oscuro mundo en el que el crimen es cosa de todos los días, incluyendo amigos, parientes y camaradas de armas.
Según algunos expertos, el aumento de la criminalidad en Uruguay se debe a que en los últimos años se ha convertido en un puerto de salida de drogas producidas en Colombia, Perú y Bolivia. Es claro que el narcotráfico se ha metido en la sociedad y la violencia que está ejerciendo en algunos sectores es tremenda.
Pero no se puede pensar que la violencia de la sociedad comienza y termina con el causal drogadicción o tráfico de drogas. Es obvio que deben existir otras causas que impactan en esta explosión de violencia que se mete por todos lados, que causa sufrimiento a todo nivel. Que hoy nos sacude por los últimos crímenes, terribles todos.
Uno de los aspectos claves para impedir que se naturalice la criminalidad es dejar de considerarlos simplemente noticias, que se consumen hoy y se olvidan mañana. Desde el Presidente de la República a todos nosotros, tenemos que adquirir el compromiso de generar en la sociedad un real y concreto rechazo a estos hechos de cruel violencia, que arrebatan la vida a cientos de personas (391 en 2019) cada año.
Asimismo, la criminalidad debe ser considerada globalmente, sin separar en femicidios, crímenes perpetrados en el curso de arrebatos o robos y otros. Es hasta razonable que hay homicidios que impactan más que otros, por la forma en que fueron perpetrados o por quienes fueron sus víctimas. O por ambas cosas. Pero la sociedad uruguaya debe ser un solo bloque para combatir desde el rechazo absoluto a la violencia que termina en muerte. Un sentimiento que no solo debe permanecer sino que debe ser transmitido desde la mejor herramienta que tuvo este país para crecer y superarse: la educación. Esto es, a todo nivel, no responsabilizando solo a los docentes, sino comenzando desde los padres y abuelos. Enseñar a respetar la vida. Siempre.