¿El 2020 será otro año perdido?

El último informe del Ministerio de Salud Pública, conocido el jueves, señala que el suicidio masculino batió un nuevo récord el año pasado. Hubo 33,7 cada 100.000 habitantes o la autoeliminación de uno cada 15 horas.
Los técnicos aseguran que es un error asociar el aumento de casos a una situación económica. Sin embargo, la tasa que se mantuvo durante muchos años se disparó en el último tiempo.
Hoy, las medidas para contener a una pandemia sanitaria para la cual el planeta no estaba preparado, aportan a la depresión. El distanciamiento físico, la soledad que ya existía y la crisis económica que se incrementó en poco tiempo, son factores que inciden al alza.
El punto en cuestión es: ¿por qué nunca logramos bajar esos guarismos? ¿qué cosas no hicimos como sociedad o como sistemas de salud para atender a un flagelo que crecía? Es notorio que las respuestas fueron tardías, que el tema no fue encarado como un problema de sanidad pública, que faltaron servicios de atención y contención en todos los rincones del país con mayor llegada en las comunidades y que del tema no se habló como se debía. De lo contrario, el panorama sería otro y hay ejemplos al respecto. El descenso en la siniestralidad en el tránsito es solo uno, a raíz de las fuertes campañas encaradas desde el propio Estado.
Actualmente, tres líneas telefónicas de ASSE atienden miles de llamados, independientemente del prestador. Y a pesar del dato presentado por el informe oficial, el 75% de quienes piden ayuda son mujeres mayores de 50 años.
Pero la pandemia ha ocupado los titulares y se transformó en un asunto cotidiano desde el punto de vista de sus consecuencias. Subyaciendo bajo un velo muy fino, la fragilidad emocional no parece tan visible, sino que prevalecen los resultados asociados a otros indicadores económicos y sociales. Pero casualmente el desempleo, la violencia intrafamiliar y la exclusión social son secuelas a largo plazo que no se pueden dejar de atender ni aún en plena pandemia. Y eso, precisamente, ocurrió.
La “nueva normalidad” abrió la atención de determinados servicios. Pero hubo otros que nunca debieron suspenderse porque están directamente ligados a nuestra población. Y si 30 muertos por coronavirus en Uruguay nos pesa como pequeño país, no es posible imaginarnos 723 suicidios en 2019. No obstante, en la década de los 90 supimos acostumbrarnos a los 500 y a comienzos de 2000 lo hicimos con los 600. ¿Ahora será igual o comenzaremos a despertar sobre esta realidad que nos golpea desde hace por lo menos 30 años?
Porque las tasas de Uruguay son las más altas de la región y es necesaria una política a largo plazo. En nuestro país, los datos están sistematizados y son prolijos. Pero de nada sirve mirar la estadística y quedarnos con los números.
Al sociólogo Pablo Hein, quien integra el grupo de Prevención de Conductas Suicidas de la Universidad de la República no le sorprende el dato, sino la inacción con respecto al tema: “Hace tiempo que nos tendríamos que haber alarmado sobre esta situación, y era previsible que no iba a haber una baja; es seguir confirmando que es un tema importante y que estamos prestándole poca atención”.
Por eso considera que el 2019 ya es “otro año perdido” y ahora se deberán enfocar las estrategias a un plan de prevención del suicidio para este período. Porque en otros países se ha conseguido bajar la tendencia con una amplia participación. En el caso de Uruguay, este flagelo sigue prendido a los discursos.
Y también a las pastillas. El consumo de psicofármacos, ligado a las depresiones, habla mucho más de lo que parece. O el uso problemático de otras sustancias, contra las cuales hacen falta centros de atención en todo el territorio nacional. Porque también a nivel país hubo pérdida de cargos de psiquiatras y no se disponen de más psicoterapeutas o medidas alternativas a centros de atención de las enfermedades mentales, como por ejemplo, las denominadas “casas de medio camino”.
La falta de educación de las emociones, el bajo umbral para soportar las desilusiones y a veces las altas expectativas que generalmente viene de otros, se transmite de generación en generación. Es un factor cultural clave que, evidentemente, no ha sido de fácil manejo.
Ni siquiera hay un abordaje público de esta situación, porque –aún– de este tema no se habla. Es que resuena la vieja creencia de que si no se difunde en la población, el tema no se repica. En realidad, ha ocurrido exactamente lo contrario porque, a menor difusión, hubo un aumento de casos en los últimos años. Incluso no podemos atarnos a los criterios de las crisis económicas, porque desde 2002 –cuando hubo una disparada en los casos– y hasta la fecha, los índices de autoeliminación no pararon de crecer.
Las desigualdades, que se mantienen con nuevas singularidades, también concentran los mayores índices de suicidios. Por eso, el dato no alarma sino que ayuda a la reflexión sobre un problema que se sostiene en el tiempo.
En Uruguay, a mediados del año 2017 fue aprobada la ley de Salud Mental (19.529), pero no tiene presupuesto. Y eso es responsabilidad estricta de quienes lo hacen. Porque una iniciativa legal no puede estar en el aire y sin embargo, desde hace tres años sancionaron una normativa que no se aplica a cabalidad.
En definitiva, es una cadena de responsabilidades que nos interpela cada vez que se divulga un informe y nos demuestra lo poco que hemos hechos por un flagelo social.