Ineludible pero obviado dilema del sistema de seguridad social

El escenario coyuntural del Uruguay, enmarcado en una problemática estructural agravada por el déficit fiscal de más del 5 por ciento del PBI que dejaron los gobiernos del Frente Amplio, con el agregado de la pandemia, ha tenido como una de sus derivaciones la elaboración de un proyecto de presupuesto quinquenal austero.
No podía esperarse otra cosa, por más que la oposición cuestione el supuesto “ajuste”, cuando de lo que se trata es de ordenar las cuentas del Estado a las posibilidades del país, y tratar de atenuar el impacto socioeconómico de una caída de actividad sostenida, sin que el gobierno anterior hiciera precisamente el “ajuste” de los gastos a la realidad.
Todo indica que la caída de actividad e incipiente recesión sitúan nuevamente la perspectiva de que la agenda estará ocupada por bastante tiempo en atender problemas urgentes y el futuro inmediato, en desmedro de los temas de mediano y largo plazo que son de fundamental importancia y que esperan definiciones.
En este panorama de urgencias, donde se intenta apagar focos aquí y allá para que no se incendie la pradera, nos encontramos con que siguen postergados –en los gobiernos de todos los partidos– la dilucidación de desafíos que en el mediano y largo plazo son un cuello de botella nacional, le toque a quien le toque gobernar, y no en un solo período.
Así, tenemos que si bien no fue un tema de primera línea de ninguno de los partidos que comparecieron en las elecciones nacionales, la seguridad social y su financiación de cara al futuro es un factor omnipresente cuando hablamos de los recursos del Estado, y su abordaje –sobre todo las posibles respuestas– no serán para nada simpáticas.
De todas formas, la reforma de la seguridad social es una de las prioridades anunciadas por el gobierno que encabeza Luis Lacalle Pou, incluso convocando y poniendo en funciones a una comisión de expertos que abordará este tema, aunque lo que surja de este estudio no tiene condición vinculante ni mucho menos, por cuanto más allá de los aspectos técnicos, que son además siempre discutibles, están de por medio aspectos políticos a considerar.
El sistema de previsión social, considerado como de avanzada en América Latina, está aquejado de una gradual pérdida de sustentabilidad, en parte por factores coyunturales pero también por componentes estructurales que es preciso corregir antes de que las urgencias se traduzcan en respuestas improvisadas y por lo tanto ineficaces y solo para atender problemas puntuales en el corto plazo.
Entre otras cifras, surge que el gasto estatal en pasividades aumentó 2,5 puntos del Producto Bruto Interno (PBI) entre 2007 y 2019, en tanto actualmente es del orden del 9,3 por ciento del PBI y todo indica que alcanzará el 10,8 por ciento en 2027.
Para poder diagramar alguna línea de solución, lo primero que debe lograrse es acuerdo en el diagnóstico, cosa de no partir desde el principio de conclusiones equivocadas. Es decir, la idea es asumir la realidad como tal, sin pecar de previsiones optimistas, que las más de las veces se tornan en frustraciones y en tener que salir corriendo a apagar incendios.
Nuestro país tiene un alto envejecimiento demográfico, comparable al de las naciones desarrolladas, solo que con finanzas muy precarias y una economía del Tercer Mundo, por lo que tenemos los dos elementos más críticos de la ecuación para estrechar nuestras posibilidades de maniobra y no ceder a la tentación de tejer soluciones en el aire que luego se derrumbarían como un castillo de naipes.
Por lo tanto, tal como se presenta el esquema actual, todo indica que no habrá suficientes recursos o financiamientos para una demanda en alza, sobre todo si tenemos en cuenta, entre otros condicionamientos, que mientras en 1996 había unas 700.000 pasividades, al cierre de este 2020 este número será de casi 800.000, con la previsión de unas 818.000 para 2024.
El desafío primario es el de lograr que los ingresos y egresos del sistema estén en situación de llegar a un equilibrio financiero, ante un lastre significativo en base a políticas que han tendido a incorporar pasividades, y es así que el incremento del alta de jubilados ha sido casi exponencial a partir de la Ley de Flexibilización Nº 18.395 de 2008, que derivó asimismo en un alza de jubilaciones por invalidez o incapacidad física. Ello por un lado ha tenido su impacto social positivo pero también su impacto financiero, en un acto voluntarista que no ha tenido la contrapartida de ingresos y tiende a aumentar el déficit, en tanto paralelamente hay una sobrevida muy larga en comparación con las edades mínimas jubilatorias. Un dato muy alentador en cuanto a la calidad y expectativa de vida, pero también contribuye a hacer crujir al sistema.
Por lo tanto, aunque el Uruguay alcanza muy buenos niveles en cobertura, suficiencia del sistema e indicadores sociales para los adultos mayores, en la actualidad los niveles de gastos en el sector son similares a los previos a la reforma de 1996 y ha ido en peligroso aumento, según se estima.
En el aspecto demográfico evidentemente tenemos menos nacimientos y mayor expectativa de vida, lo que significa inequívocamente que estamos ante un envejecimiento de la población que implica desafíos a los que se llega con disponibilidad de recursos muy menguados y coberturas acotadas en diversas áreas relacionadas sobre todo con la seguridad social, con la productividad y con los requerimientos de recursos humanos y materiales.
Y por más que se dé vueltas en el asunto, reaparece como el eje de la cuestión la sustentabilidad del sistema de seguridad social ante el aumento de la población mayor, los recursos disponibles y las exigencias que se irán acentuando en lo que refiere al apoyo para atender la calidad de vida de este sector de población, que de una forma o de otra siempre recaerá sobre los actores activos del sistema.
Este es el quid de la cuestión, el dilema en la comisión de reforma del sistema, y es de esperar que los actores políticos de todos los partidos –una vez se tenga completo el estudio– estén a la altura del desafío, desprovistos de miradas cortoplacistas y descartando intereses político-ideológicos. Es menester que busquen consensos para que se conciba una salida razonable y así desactivar el reloj de la bomba de tiempo del sistema.