El suicidio en el contexto de pandemia

En 2019 (últimos datos disponibles), el Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad del Ministerio del Interior informó que el año se cerraba con 723 suicidios. Un récord hasta ese momento, desde que se contabilizaban los casos. Con esos números, también se concluía –entonces, como ahora– que es la causa de muerte más frecuente, comparado con los homicidios y los fallecidos por accidentes de tránsito.
Por eso, hay que hablar del suicidio; aunque no es fácil salir del lenguaje para explicarlo. La depresión, el imperativo de la felicidad y el bienestar, no dan paso para hablar de la tristeza, que también forma parte del ser.
No existen los rescates momentáneos ni la necesidad de hablar solo en tiempos de crisis. Pero es una realidad que golpea a la puerta de centenares de familias uruguayas, porque es un flagelo que aumenta desde 2013.
El índice ubicado en 20,55 por cada 100.000 habitantes no ceja y al menos el 76 por ciento de los casos implica a hombres.
Las causas, básicamente, se encuentran en los mismos lugares desde hace años. Las enfermedades mentales, las situaciones económicas o la época del año. Sin embargo, luego de la última crisis económica en Uruguay, los registros se mantuvieron altos y no descendieron. Ni siquiera en la época de la denominada “bonanza económica”. Por lo tanto, los patrones para la autoeliminación no son iguales.
La soledad, los juicios sociales, las separaciones o la insatisfacción personal son factores que juegan sucio en una mente debilitada por las circunstancias. Tanto como para que cada once horas una persona decida quitarse la vida en Uruguay. Y si es un uruguayo en el exterior, es probable que la noticia pegue más fuerte. Y si es conocido, se hablará más.
Es una de las consecuencias del “escenario no COVID” que relatan los académicos y científicos. Porque el aislamiento y la distancia social que debe mantenerse por el virus provoca otras alteraciones en la vida de las personas. Y cuando no se llega a tiempo o nunca se hace el intento por llegar, ocurren estas situaciones.
Es que en el mundo entero pasa algo similar. Aproximadamente un millón de personas se quitan la vida anualmente. Son unos 3.000 suicidios diarios y por cada hecho consumado hubo veinte intentos.
Si bien la comunicación y la atención está centrada en los casos de COVID-19 y la trascendencia de la pandemia a nivel global, tampoco se hablaba del suicidio en años anteriores. Sin embargo, estas cifras nos ubican entre los 10 países con peores índices de América Latina.
Los mitos existentes en torno a este flagelo, ponen de relieve a la sociedad y sus perjuicios. Por ejemplo, continúa firme la creencia de que si una persona comenta sus intenciones, es que finalmente no lo hará. Porque, en cualquier caso, también existen métodos que van apagando una vida de a poco, como evitar despertarse y prolongar el sueño.
Los cambios de conductas, los comentarios de situaciones de fragilidad o trastornos diarios, son alertas. La depresión y falta de voluntad también son manifestaciones claras de que algo no está bien. Porque aunque el aislamiento en pandemia no permite ver más allá, no es difícil de comprobar que en el último año hubo personas que perdieron su soporte social. O el afectivo, principalmente orientado a las personas mayores, quienes se vieron de un día para el otro sin sus afectos más sentidos.
En este contexto, donde la realidad no tiene la importancia que necesita, el caso de Santiago García adquiere la visibilidad necesaria como para hablar del tema nuevamente. Nos ubica en un momento histórico y real, donde se vuelve imprescindible hablar de otras patologías y medicinas que no necesariamente se adquieren en la farmacia.
La salud mental y sus necesarios cambios de paradigmas, que deben incluir –además de la terapéutica– la educación a una sociedad que teme a los virus que no ve. No obstante, las enfermedades sociales que acechan no son únicamente una estadística que revelar para que ocupen los titulares, sino un problema a solucionar con empatía.
Hay 1.000 millones de personas en el mundo que padecen trastornos mentales y es una cifra alta, si se toma en cuenta que en el planeta habitan unos 7.200 millones. La emergencia sanitaria, declarada en nuestro país hace casi un año, nos aisló y dejó solos a los vulnerables.
Este escenario “no COVID” dejó al descubierto que la salud es verdaderamente integral, sin incluir a la salud mental. Porque no estábamos preparados para este desafío y las transformaciones fueron rápidas en nuestros entornos, donde las repercusiones psicológicas no se hicieron esperar.
No es posible que la muerte de una persona pública sea el disparador para alertar sobre este problema. Pero así son las cosas. Y, aunque aún nos resta conocer lo que nos dejó el 2020 en materia de suicidios e intentos de autoeliminación, hay que reiterar la necesidad de educación y concientización de los profesionales de las diversas áreas de la salud en este tema.
De lo contrario, no se logrará nada en una sociedad que hoy está atemorizada. Tampoco se logrará con brindar la información pura y dura, en un público incentivado con otras noticias. Por el momento, solo podemos decir que existe la línea telefónica Vida (0800 0767 o *0767).
Todo lo demás, está en cada uno de nosotros.