El reconocimiento facial y la libertad individual

El 11 de setiembre de 2001 es una fecha que rápidamente muchos lectores podrán asociar contra los atentados perpetrados en territorio norteamericano y que tuvo su punto más trágico en el ataque contra el World Trade Center de Nueva York. Si bien la seguridad de cada estado y la global en sentido amplio venía siendo un tema de gran importancia en la agenda mundial, a partir de ese día trágico los gastos en investigación y desarrollo en esa área crecieron de una manera vertiginosa.
Aunque han pasado casi veinte años desde tales hechos, los debates en torno al frágil equilibrio entre la seguridad y las libertades individuales sigue siendo tan vigentes como en ese momento o tal vez se han incrementado debido a los avances tecnológicos que ponen en manos de empresas globales como Facebook, Google o Instagram una cantidad de datos personales que permiten predecir (¿o deberíamos usar el término “determinar”?) muchas de nuestras acciones.
Los datos generados a través del uso de la tecnología tienen un gran valor desde el punto de vista económico pero también desde el punto de vista político y de seguridad tanto interna como externa. De acuerdo con la especialista española Inés Araguás Fuentes, de la consultora KPMG, “el Big Data ha llegado como una avalancha convirtiéndose en un elemento transformador del negocio, que, lejos de desaparecer, continúa su avance y se arraiga en las empresas dando solución a la manipulación de grandes volúmenes de datos. El Big Data representa grandes oportunidades para las organizaciones, pero también comporta importantes riesgos. En este sentido, las compañías deben ser especialmente cautas con los riesgos asociados a sus procesos de identificación, re-identificación, análisis predictivo y recolección indiscriminada de información, concediendo especial atención al peligro de la violación de datos”.
Así las cosas, todo lo relativo al Big Data termina en una discusión no sólo sobre la privacidad sino sobre la libertad como condición inherente al ser humano tanto para su existencia como para su dignidad y realización. Tal vez por eso mismo el periodista español Fernando García plantea una realidad que, a fuerza de ser dura, se torna más que preocupante: “Nuestro comportamiento se ha convertido en producto. Cada clic que hacemos para hacer una búsqueda, elegir un artículo o un servicio, marcar me gusta o añadir a mis amigos, es decir para indicar cualquier opción o preferencia de personas, usos y consumos, estamos generando información que otros transforman en dinero. Una información que, al mismo tiempo, a través de los más y más sofisticados algoritmos de B, determina nuestros conocimientos, actitudes y decisiones. El ideal de una red que iba a conectarnos más a todos y ampliar nuestros conocimientos, es decir, a mejorar nuestra vida y el mundo, se desvanece por ahora. Las vías por donde circulamos en Internet se estrechan y nos moldean en perjuicio de nuestra privacidad y libertad, y a favor de las compañías más avispadas en la explotación de nuestros datos”.
En este contexto, una nueva forma de control de seguridad abre (o tal vez deberíamos decir “renueva”) los debates relacionados con la privacidad: la vigilancia facial, un sistema que avanza en todo el mundo y cuyo líder es la República Popular de China. De acuerdo con lo señalado por la organización Amnistía Internacional, “el uso de reconocimiento facial para la vigilancia masiva es una tecnología desproporcionada que recolecta datos sensibles y vulnera la presunción de inocencia y el debido proceso ya que las personas son consideradas sospechosas hasta tanto se analizan sus datos biométricos y se concluye que son inocentes. Asimismo, se ha demostrado que producen errores que menoscaban el derecho a la igualdad y pueden llevar a la criminalización de personas incorrectamente identificadas. El uso de estas tecnologías puede generar un efecto inhibidor y desincentivar gravemente formas de disidencia dificultando el ejercicio del derecho a la libertad de reunión, la libertad de asociación y la libertad de expresión”.
Tal como ha señalado este mismo año la especialista Wendy H. Wong (profesora de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto) “El rostro humano es una de las cosas más básicas que los niños pequeños reconocen y aprenden, a medida que sus cerebros ordenan el mundo. Es una parte fundamental de lo que somos como especie, su importancia es tal que apenas puede expresarse con palabras (…) Es mucho lo que está en juego, no sólo para las fuerzas del orden, sino para nuestro derecho a la intimidad como individuos. Nuestras expectativas sobre la recopilación de datos y la privacidad no se ajustan a lo que realmente es la recopilación y el almacenamiento de datos, sean faciales o no. Por eso es importante considerar nuestros derechos en su apropiado contexto. Nuestros datos personales se han recogido y se recogen cada día a un ritmo asombroso. Esto está provocando un cambio fundamental no sólo en términos económicos y éticos, sino en la forma en que vivimos como seres humanos. Nuestra comprensión de los derechos humanos y las leyes correspondientes para protegerlos necesitan ser reiniciados para que contemplen los cambios que se están produciendo en la forma en que se recogen nuestros datos”.
A nivel europeo existen fuertes corrientes de opinión contrarias a la implantación de los sistemas de reconocimiento facial en el entendido que vulneran los derechos humanos de los ciudadanos y transforman a los organismos de seguridad en una suerte de “Gran Hermano” omnipresente y omnipotente, tal como fuera descripto por George Orwell en su novela “1984”.
En abril del presente año la Comisión Europea aprobó un reglamento que, según el diario ecuatoriano “El Universo”, “no prohíbe directamente la vigilancia masiva de personas en tiempo real en lugares públicos pero limita su uso a determinadas circunstancias previamente autorizadas por un juez: buscar a un niño desaparecido, prevenir una amenaza terrorista específica e inminente o detectar, localizar, identificar o enjuiciar al sospechoso de un delito grave. (…) De esta manera, Europa quiere permitir que se utilice el reconocimiento facial pero solo bajo orden judicial, nunca como rutina. (…) Con un desarrollo tecnológico armonizado, en particular con los derechos y libertades de las personas, tendremos más oportunidades de que la sociedad que estamos construyendo sea sostenible en todas las dimensiones, desde la social a la personal”.
Otros países, como Rusia o la propia República Popular de China avanzan en el uso masivo de este tipo de vigilancia y sus ejemplos son seguidos por naciones que priorizan la seguridad antes que la libertad de sus habitantes. Ante esta encrucijada, el mundo debe reflexionar (pero también actuar) sobre los peligros que el reconocimiento facial presenta para los derechos individuales en caso de un uso indebido de dicho mecanismo. Se trata nada más y nada menos que de una Caja de Pandora cuyo contenido interior podría colocarnos bajo el control de sistemas de seguridad que si bien podrían darnos una mayor sensación de seguridad, dejarían poco o ningún espacio para nuestra libertad personal.