Violencia contra menores, detrás de la pandemia

Cerca de la mitad de las derivaciones al INAU son a causa de la violencia familiar. El organismo estatal, junto a Unicef y Equipos Consultores efectuaron un relevamiento, que finalizó el año pasado, y arrojó resultados claves para comprender una problemática estructural.

De acuerdo a este estudio, las tres principales formas de violencia detectadas fueron negligencia, violencia física y sicológica, seguido por abuso sexual. Es decir que, en su mayoría, las situaciones de abandono intrafamiliar y la ausencia de cuidados específicos se igualan a otras situaciones de violencia. Sin embargo, existen dos aspectos no menores que se reiteran desde hace años en las causales de violencia y derivaciones, que son las dificultades económicas del entorno y la falta de una vivienda. Asimismo, un incremento progresivo de los problemas de adicciones, principalmente drogas y alcohol, de los adultos referentes y que terminan en las derivaciones de los menores de 6 años. En esta franja etaria, el 31% de los casos corresponde a esta causal.

Y si la mitad de los casos se refieren a situaciones de violencia comprobable sobre niños y adolescentes, se revela, entonces, una problemática con tendencia al crecimiento. Al igual que los casos de abusos sexual en las adolescentes, donde una de cada cinco fue víctima de este delito.
El tema central es que en la mayoría de los casos ambos padres biológicos de estos niños o adolescentes están vivos, pero un poco más de la cuarta parte de quienes están institucionalizados (27%) recibe visitas y el 39% no mantiene un vínculo.

El punto en cuestión es que si se abre un flanco para la desinternación de los menores por las autoridades, las puertas de sus referentes familiares no están abiertas ni son proclives a un recibimiento. Esta aspiración de las sucesivas autoridades no se aplica, en tanto del otro lado no hay respuestas y desde ese lado es que se explica el fracaso de los egresos.
La pandemia agudizó un problema ya existente. Hace unas semanas, el Sistema de Protección a la Infancia y a la Adolescencia contra la Violencia, dependiente del INAU, confirmó un crecimiento de 3% de estas situaciones contra los menores. Incluso más, porque los subregistros se presentan en estas situaciones de contingencia sanitaria.
En promedio, los técnicos del sistema atendieron 13 situaciones de violencia diaria, en las que –nuevamente– más de la mitad de los casos corresponden a menores de 13 años.

La amplia mayoría de los casos confirmados (91%) se dieron en el núcleo familiar y la figura masculina de la casa fue responsable de más de la mitad de las agresiones. Son casos de violencia recurrente y, con pandemia o sin ella, la violencia dentro de los hogares y sobre la infancia será un asunto que se prolongará en el tiempo y cada vez con mayor deterioro de los lazos.
El miedo por la figura que ejerce violencia, la desconfianza para relatar lo ocurrido ante otra persona y que se entere el agresor y ejerza aún una mayor violencia, son explicaciones básicas pero lógicas. Por lo tanto, pasa el tiempo y son años en la vida de una persona que afectará su desarrollo emocional y síquico. No es lo mismo actuar cuando el problema empieza, que ver las repercusiones a lo largo de los años, cuando ya es un adulto. Porque cuando la violencia es crónica, existen varios involucrados. Aquel que vio y calló, el que supone y no lo comenta, y la institucionalidad existente, que ha reconocido sus propias fallas para un abordaje y seguimiento de situaciones que se repetirán.

Las medidas de aislamiento sanitario, que en Uruguay fueron voluntarias, conspiraron contra el desarrollo normal de la vida de estos niños o adolescentes que no tuvieron asistencia presencial. En forma paralela, cambió las rutinas familiares y algunos de sus integrantes –principalmente mujeres– perdieron empleos o marcharon al seguro de paro. Las transformaciones de la vida cotidiana tuvieron efectos negativos en diversos aspectos, como el económico y social, pero fundamentalmente de convivencia interna.
La limitación en la socialización de todos los componentes repercutió en situaciones extremas, donde los más vulnerables –niños, adolescentes y ancianos– padecieron los embates del miedo sobre los conocidos. Si antes la inseguridad estaba afuera y se miraba las cifras de la delincuencia, ahora el problema estuvo puertas adentro y las caras no eran ajenas.
La virtualidad ayudó a una parte del problema pero recargó la tarea de otros, como el caso de aquellos referentes familiares que debieron cumplir con la tareas educativas o de cuidado continuo, cuando antes ese tiempo estaba a cargo de la escuela o el CAIF.

Porque la decisión de evitar la presencialidad para bajar la carga de contagios por COVID-19 fue igual para todos, pero no todos los afectados por la medida pudieron resolverlo de igual manera. No es lo mismo una familia que contiene y apoya, que otra disfuncional con tendencia al maltrato de sus integrantes.
La salud mental deberá contener un enfoque profundo antes de que finalice la pandemia. Ese velo por correr nos revelará cómo nos encontramos socialmente y explicará que el problema ya estaba instalado, que la profundización de las causales de violencia prevalecen en la infancia y que en tiempos del coronavirus escapan al control social.

Según el Instituto Nacional de Estadística, unas 100.000 personas cayeron en la pobreza durante el año pasado y de ese total, unos 35.000 son niños y adolescentes. Si a la vuelta de la pandemia no cambiamos la mirada y la volvemos más estructural, integral y profunda para minimizar su impacto, entonces siempre volveremos a hablar de lo mismo.