Las reformas que se necesitan y la cruda realidad

En por lo menos en dos ocasiones, durante los gobiernos del Frente Amplio, los expresidentes Tabaré Vázquez y José Mujica intentaron –mejor dicho, anunciaron– que era imprescindible encarar reformas profundas del Estado en el Uruguay, ante la necesidad de reducir el costo país para la producción, que nos resta competitividad y distorsiona la economía.
Vázquez incluso anunció la “madre de todas las reformas” del Estado para que éste pasara a ser un facilitador para el desenvolvimiento de la economía en lugar de un obstáculo para la inversión, además del “aggiornamiento” en una serie de áreas.

Pero Vázquez fracasó estrepitosamente desde el vamos, simplemente porque fue víctima de fuego amigo, y el brazo sindical del Frente Amplio –léase Pit Cnt–, así como organizaciones afines, se opusieron frontalmente a todo intento de cambiar algo, por lo que lo único que pudo hacer el mandatario, poco propenso a generar otro conflicto interno en su partido, estuvo limitado a algunos maquillajes que solo arañaron la cáscara de la problemática, y así seguimos como antes, en esencia.
Lo mismo le ocurrió a José Mujica, quien intentó avanzar en algunas reformas parciales en determinadas áreas, para terminar desestimando el intento simplemente porque “no me la llevan” los gremios, y no era cosa tampoco de pegarse un tiro en el pie desde el punto de vista electoral, porque al fin de cuentas la cantera de votos de la izquierda radica en gran medida en la burocracia estatal y en la palanca del Pit Cnt.

Por lo tanto no puede extrañar que se mantengan las condiciones que nos han afectado significativamente en el desenvolvimiento de la economía y el tramado socioeconómico y sobre todo que los sucesivos gobiernos sigan atados de manos para avanzar en los intentos, por ahora tímidos, para tratar de cambiar la pisada.
Al respecto es pertinente traer a colación reflexiones del economista Carlos Steneri, en el suplemento Economía y Mercado del diario El País, quien en un artículo analiza que hay conductas que encarecen el costo país y qué es preciso instrumentar reformas, a la vez que subraya que a lo largo de los años las grandes reformas que el país necesita “se han visualizado más como correctivos puntuales de alguna anomalía del sistema productivo, que como pilares esenciales para mejorar el funcionamiento de la economía, aumentar la productividad global y así potenciar el ritmo de crecimiento”.

Precisamente destaca que esta visión de las cosas ha posibilitado dilatar los debates, postergar el diseño de las soluciones respectivas y mucho más instrumentarlas, pero con el agregado de que ha primado la perspectiva de la ideologización de la problemática.
Para Steneri ello muchas veces “sesga el análisis y a veces hasta rechazando de plano su tratamiento, pues se considera que atenta contra atavismos como la defensa de la soberanía, el desmantelamiento de un sector estratégico, o la generación de costos sociales sin precisar bien los alcances del término de lo que se pronuncia. Actúa más como término descalificador a priori, buscando postergar el tratamiento del tema o velar los objetivos finales que promueven las reformas. Llevarlas a cabo insume tiempo y por tanto posterga el aporte de sus beneficios”.
Considera además que “fue así que costó esfuerzos considerables convencer a buena parte del arco político, principalmente el afín a la izquierda, de que la inflación es un impuesto que pagan mayoritariamente los pobres, que el déficit fiscal es fuente de endeudamiento cuyo servicio lastra el crecimiento al aumentar la carga impositiva y cuyo exceso fragiliza la propia sostenibilidad de todo el sistema económico. Que la seguridad social, más allá de los principios de justicia que arropa, es un pasivo que la sociedad debe financiar en el futuro y por tanto conlleva límites infranqueables, cuya violación lo hace inviable”.

Por lo tanto, de lo que se trata es de no perder de vista que todo lo que se haga o no se haga afecta intereses, sobre todo corporativos, que procuran hacernos pasar gato por liebre por regla general, tratando de hacer creer que se defiende el interés general cuando solo defienden intereses propios, y ello se da tanto en algunos sectores empresariales como en gremiales de trabajadores, sin perder de vista organizaciones intersociales que son muchas veces el refugio solapado de grupos que intentan imponer su visión sobre la de los demás.
Ello explica en gran medida la inamovilidad y las dificultades con que se tropieza cuando se tocan estos intereses en el Estado, particularmente, porque se trata de afrontar esquemas de poder abroquelados que no solo se constituyen en la máquina de impedir, sino que encima cuentan con apoyos políticos de grupos radicalizados que se basan en eslóganes que pueden sonar muy agradables al oído, como los intereses populares, la soberanía, la defensa contra el imperialismo, pero que solo falsean la realidad, que es mucho más compleja y que se manifiesta no solo en el presente y en el corto plazo, sino que mantiene y/o desemboca en condicionamientos hacia la economía en general, la viabilidad del país y realimentan un círculo vicioso.

Es decir, basta sembrar alguna mínima sombra sobre fuentes de trabajo dentro del Estado, pese a la inamovilidad, para que se activen de inmediato los mecanismos de autodefensa, por más delirante que resulten las especulaciones y se den seguridades de que nada de eso va a ocurrir, para que se eche a rodar la bola de nieve de la máquina de impedir, cosa de que no se toque de nada y las soluciones se busquen por otro lado, si quieren, pese a la contundencia de los argumentos de la inquietud.
Y ese “no me la llevan” de Mujica se da en todos los gobiernos, mucho más aún si no son de izquierda, por lo que de no contarse con un amplio consenso en el sistema político para compartir en el corto plazo los costos electorales difícilmente pueda llevarse a cabo algo más o menos significativo en el tema. Un claro ejemplo es el tema de la producción de portland de Ancap, que cuesta decenas de millones de dólares de pérdidas a los uruguayos y que no tiene salida, porque el ente no puede –y no debe– encarar una monstruosa inversión para ver qué pasa, si ya está condenado a que el costo de producción siempre va a ser superior al de los competidores privados, y solo seguiría sumando pérdidas.

Está de por medio el costo social evidente de dejar de producir, pero también el costo enorme de seguirlo haciendo, y así nos encontramos en medio de un pantano en el que el meollo del asunto hay que situarlo en que el Estado es un mal empresario, que no debería meterse a hacer las cosas que no debe, y lo que es peor, traslada sus costos y fracasos a todos, que debemos sacar plata de nuestros bolsillos para pagar los entuertos, que no son nada baratos.
Y para esta problemática concreta, precisamente, como bien señala Steneri, el verdadero problema es el empleo que quedaría cesante. “Si es así llamemos las cosas por su nombre, busquemos medidas para preservar esas plazas laborales, cuyo costo anual es menor que las pérdidas directas e indirectas que ocasiona mantener esta actividad”, razona.
Pero hay que ver quien le pone el cascabel al gato, aunque todos sabemos que esta es la cruda realidad.