Medicados y conscientes que la inmediatez no es solución

El año pasado en Uruguay se entregaron más de un millón de recetas de ansiolíticos, de acuerdo a las cifras de ASSE. Todo eso sin contar, lo que se obtiene en las ferias, a través de las redes sociales o por el mercado negro. La cuenta matemática indica que fueron más de 2.700 pastillas por día y es el reflejo de lo que pasa en el mundo.
Esta estadística surge a raíz de otro ranking. En las últimas horas, en el marco de un proyecto para combatir la resistencia a los antimicrobianos la Organización Panamericana de la Salud (OPS) informó que el 10 por ciento de los uruguayos tomó antibióticos sin recomendación médica y el 48 por ciento, lo obtuvo sin receta.
Al presentar el informe, el infectólogo Homero Bagnulo recordó que no se cumple la ley porque se dispensan estos medicamentos sin receta, lo que amenaza la prevención de otras infecciones causadas por distintos tipos de agentes. Este panorama, que no es nuevo, se aceleró con la emergencia sanitaria y sus consecuencias se observan en esta era pospandémica.

En forma paralela, se observa el consumo de ansiolíticos por años y una dependencia del fármaco, sin el cual no pueden dormir o llevar adelante sus actividades diarias. Y, en este caso, el escenario tampoco es nuevo.
Desde hace décadas que, a nivel global, se alerta sobre la posibilidad de generar un problema de salud pública con el uso extendido de medicamentos, la baja percepción del riesgo y la posibilidad de encontrarlos –casi– en cualquier lado.

En tiempos de acceso masivo a las nuevas formas de comunicación, en las redes sociales es posible constatar hasta el trueque de determinada medicación por otros enseres. En cualquier caso, las alarmas deben activarse al comprobar las edades de comienzo del consumo y dependencia de estos ansiolíticos.
La Junta Nacional de Drogas realizó una encuesta a nivel de la enseñanza media y de allí se desprende que el 14,6 por ciento de los jóvenes utilizó tranquilizantes en el último año. La mitad, sin prescripción médica. La cuarta parte de los consultados, lo hizo “alguna vez en la vida” y la edad de comienzo se estima a los 13 años.
La preocupación es unánime, pero la estadística es clave para empezar a generar acciones. Al menos de información sobre los efectos a largo plazo o la posibilidad de alternativas. Pero sin campañas de promoción de hábitos saludables –en este tema en particular–, lo que llega es la desinformación. Tanto como que un 20 por ciento de los encuestados por la OPS considera “legal” el uso de antibióticos sin recetas.

El uso extendido de los ansiolíticos ocurre, además, por recomendaciones familiares o de amistades que tienen “el mismo problema”. Además de la baja percepción generalizada sobre su uso, existe una necesidad por el bienestar inmediato y si eso viene en un comprimido, casi nada se cuestiona.
Es así que la adicción silenciosa que se expande en la población a cualquier edad, no es visible como otras drogas.
Pero, como señala la estadística del comienzo, son específicamente números oficiales del prestador público, donde señala que el medicamento de mayor consumo fueron las benzodiacepinas. Por otro lado, se encuentra el consumo que no tiene registro y, por ende, escapa a las estadísticas y los controles.
No obstante, escapa además del control ciudadano, que generalmente “ve” la venta o trueque de medicamentos en las ferias, pero lo denuncia en los medios o por comentarios en las redes sociales. Justo allí donde generalmente se lee la popular frase multipropósito: “y nadie hace nada”.
En el año 2019, el Observatorio Interamericano sobre Drogas aseguraba que solo Estados Unidos –a nivel continental– supera a Uruguay en el consumo de ansiolíticos sin receta médica en comparación a otros países latinoamericanos.

Asimismo, existe otro aspecto que resaltan los técnicos con igual énfasis y es la posibilidad de que los médicos no siquiatras receten estos fármacos. Claramente están habilitados para hacerlo, pero su prescripción no conlleva la recomendación de uso por un tiempo estrictamente limitado.
El siquiatra Ricardo Bernardi integró el Grupo Asesor Científico Honorario (GACH) durante la pandemia y reconoce la existencia de un sistema de vigilancia, robustecido durante la contingencia sanitaria por la COVID-19, pero que no se usa para el seguimiento de otras enfermedades. O al menos para la sistematización de los datos.
Por eso, es importante lo que dice: “Los datos son el problema de salud pública número uno. En pandemia, en el GACH, uno se acostumbró a que todo fuera monitorizado y basado en evidencia”. Es decir, la evidencia y la tecnología están, “pero está todo sin armar”.
Y ese “mientras tanto” se extiende en el tiempo. Tanto como el uso de los sicofármacos o los antibióticos. Porque cada vez tenemos menos tolerancia al dolor físico o emocional y porque ya no parece simple trabajar en la resolución de los conflictos ni la elaboración de los duelos.
O porque es difícil desandar un camino que lleva generaciones de dependencia y de fácil acceso. La cuestión es cómo llegar a la ciudadanía con un mensaje claro, si esa medicación que crea dependencia invisible se consigue en las ferias, están en las casas y se arraigan en la cultura de las soluciones rápidas. Aunque no fáciles ni reales. Porque al otro día cuando el efecto de esa dosis se haya desvanecido, el problema estará aún ahí y hará falta otra más.