El tiempo de Brasil en el Mercosur es ahora

Luiz Inácio Lula da Silva tiene claro el protagonismo de Brasil en el Mercado Común del Sur y su rol geopolítico en el continente latinoamericano. Lo sabe por experiencia, con dos períodos anteriores sobre su espalda y, además, por lógica.
En 2022 el Banco Mundial ubicó a Brasil en el lugar número 12, pero hace algunos años estuvo más arriba en la tabla de países influyentes. En medio de tanta agitación, sostiene aún una posición privilegiada que lo presenta con un rol integrador, si bien le llevará un tiempo poner la casa en orden luego de la última asonada en el Palacio de Planalto.

En la última reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac), celebrada en Buenos Aires, Lula se llevó todas las miradas. Conviene recordar que la Celac nació bajo su impulso. El suyo y el de Hugo Chávez, en la República Bolivariana de Venezuela, inspirado en un cónclave de países hipanoamericanos, convocado por Simón Bolívar en la ciudad de Panamá en 1826.
Entonces debían prevalecer los logros alcanzados en los campos de batalla frente a las potencias europeas que querían recuperar el predominio en estas tierras. Pero casi 200 años después, los objetivos son bastante diferentes.
La América Latina en pospandemia se encuentra agitada, con democracias endebles y manifestaciones callejeras que pintan la realidad de algunos gobiernos que no pueden gobernar. Se muestra discursiva y anquilosada en el tiempo. También rica, pero sin saber qué hacer con tanta riqueza y enorme bagaje cultural. Aún desorientada en los conceptos sobre la democracia, en la elección de los gobernantes en votaciones transparentes y en la libre expresión de las ideas.

Es un continente con presos políticos por pensar diferente y expresarlo, con líderes muertos bajo la tortura en confusas circunstancias y sistemas judiciales que intervienen lo menos posible para no terminar como algunos de ellos. Es una región que convive con dramas cotidianos, como la escasa visibilidad de la violación a los derechos humanos de los inmigrantes, a pesar de que han gobernado todas las orientaciones políticas posibles. Y con ellos, también los discursos que prometían el comienzo del fin de un problema que lleva décadas entre las fronteras.
En medio de tanta inquietud, decir que el Mercosur está en crisis parece exagerado. Sin embargo, así lo ven sus propios integrantes porque, de hecho, no puede cumplir con el artículo 1º del Tratado de Asunción. “Este Mercado Común implica la libre circulación de bienes, servicios y factores productivos entre los países, a través, entre otros, de la eliminación de los derechos aduaneros y restricciones no arancelarias a la circulación de mercaderías y de cualquier otra medida equivalente. El establecimiento de un arancel externo común y la adopción de una política comercial común con relación a terceros Estados o agrupaciones de Estados y la coordinación de posiciones en foros económico comerciales regionales e internacionales”, señala la carta de fundación en el primer párrafo.

Agrega allí mismo que el Mercosur tendrá el cometido de “la coordinación de políticas macroeconómicas y sectoriales entre los Estados Partes: de comercio exterior, agrícola, industrial, fiscal, monetaria, cambiaria y de capitales, de servicios, aduanera, de transportes y comunicaciones y otras que se acuerden, a fin de asegurar condiciones adecuadas de competencia entre los Estados partes. El compromiso de los Estados de armonizar sus legislaciones en las áreas pertinentes, para lograr el fortalecimiento del proceso de integración”.
Desde el 26 de marzo de 1991 hasta ahora, en el Mercosur se discute por los mismos temas y asuntos con idéntica misma vehemencia. Es un déjà vu en estado continuo. Tal como si el tiempo no pasara y aún estuvieran poniéndose de acuerdo para comenzar a funcionar como bloque comercial.

Entonces llega Lula da Silva, dispuesto a fomentar la integración regional entre países con fallas de liderazgo. Porque cuando dejó la presidencia de Brasil no había tantos progresistas en los gobiernos y Nicolás Maduro –claramente– no es Chávez.
Brasil se había apartado de los foros regionales porque al expresidente Jair Bolsonaro no le interesaba mirar a los costados. Estaba enfocado en el norte y permanecer en el “barrio” ya le resultaba pesado. No obstante, da Silva y el presidente de Argentina, Alberto Fernández, han dado un paso más allá, al anunciar la posibilidad de crear una moneda común.
Cuesta creer en su viabilidad si se tiene en cuenta que Brasil finalizó el 2022 con una inflación del 5,79% y Argentina con un 94,8% o un índice mensual muy similar al que Uruguay registró al cerrar el año pasado. Pero en medio de tanta disparidad, este bloque regional plagado de proteccionismo y corset, puede expandirse y tener una influencia mayor. Si se espabila y se da cuenta que la OEA está en el ocaso.

Porque una comunidad, cuyos gobernantes rigen la vida de más de 650 millones de personas, aún sueña con el futuro de la región cuando el momento es ahora.
Sin embargo, sigue sin tocar los temas incómodos. Sin ponerle adjetivos claros a los gobiernos que no son democráticos, sin condenar las violaciones a los derechos humanos en países que resultaron, a la postre, ser amigos ideológicos.
No puede ser materia de debate hasta el infinito, la pertinencia de acordar un tratado con la Unión Europea porque genera una postración que no resulta estratégica.

Da Silva se fue de Buenos Aires y, también, de Montevideo dando guiños para todos lados. Ahora debe pasar a la acción porque es la principal economía del continente. Es el motor del Mercosur. Es la nación que puede sentarse a dialogar de “tú a tú” con los líderes europeos. Y puede mover la aguja del reloj de la economía para acelerar los tiempos y salir del letargo.
Para eso debe dejar su impronta sesentista. Este Da Silva no es aquel metalúrgico que salía en hombros de los dirigentes en medio de las huelgas. Este hombre de 77 años sabe que ya empezó el tiempo de dejar su legado.