La violencia institucional

A comienzos de este año, Valeria Sosa se convertía en la cuarta víctima por feminicidio a manos de su expareja, un policía del Departamento de Operaciones Especiales (DOE) –cuyos efectivos se encargan de la protección de jueces o la custodia física de edificios del Poder Ejecutivo– que le descerrajó un tiro en la cabeza con su Glock reglamentaria, frente a sus dos hijos. A partir de allí comenzó un largo periplo para la familia de la mujer, con la tenencia de los dos niños, el desfile por sedes judiciales y la comprobación que el asesino tenía varias denuncias por violencia doméstica que estaban “cajoneadas”, porque los policías de la seccional sexta de Montevideo no dieron parte a la Justicia ni a la Unidad de Violencia Doméstica. De hecho, la jueza de familia encargada del caso, reconoció que la denuncia tampoco se encontraba en ningún otro juzgado.
Posteriormente, el ministro Eduardo Bonomi confirmó los hechos ocurridos en la interna policial y señaló que “una falla en el ámbito policial” no logró evitar esta muerte, que como “la mayoría de los casos de violencia doméstica, no llegan a la Justicia”.
Para Bonomi, “tenemos que seguir afinando” en la interna policial, que en esta oportunidad cubrió a un potencial asesino que amenazaba a la víctima en reiteradas ocasiones y no dispuso el retiro de su arma de reglamento, un hecho que suele ocurrir en policías denunciados por estos casos y esa misma usó para asesinarla el 29 de enero.
O sea que, en este caso –como en otras acciones– los protocolos no alcanzan ni sirven, si no se garantiza una correcta ejecución de los mismos, aunque la investigación finalizara con el procesamiento con prisión del asesino, la separación del cargo a oficiales que miraron para el costado y la investigación con el sumario respectivo a más de una decena de efectivos que conocían las denuncias, pero no lo desarmaron. Y un asunto no menos relevante que alerta cada vez que ocurre un hecho de estas características: la consulta del expediente de manera irregular tiempo después de presentada la denuncia, sin ninguna justificación. Es decir que se puso en conocimiento de los detalles de la demanda presentada por la víctima, si bien desde el Ministerio del Interior se negaron a dar mayor información, en el entendido que se viola el secreto en el procedimiento.
En este caso, al igual que en otros, ha fallado el sistema establecido para proteger a los ciudadanos en peligro y la complicidad de sus engranajes, muestra el lado más perverso de la violencia. Cada vez que ocurren hechos de estas características se insta a la denuncia y búsqueda de ayuda institucional, pero tras el caso de Valeria Sosa quedaron dudas sobre ese soporte y compromiso estatal ante un flagelo que aumenta y posiciona al país como uno de los más violentos, puertas adentro.
La familia de la mujer quiere que su caso se transforme en un antecedente y por eso presentará un juicio al Estado –que seguramente ganará– ante las nuevas instancias cumplidas. Si el Estado tarda, falla o no llega, entonces es responsable porque no alcanzan las marchas, ni la pesada institucionalidad creada en torno a la violencia, ni las declaraciones políticamente correctas que se reiteran en cada entrevista como si un grabador se accionara por sí mismo. Claro que no existe figura política ni judicial que calcule cuánto vale la vida de esta Valeria o de cualquier otra, que muera a manos de alguien ya denunciado.
Un capítulo aparte merecen los hijos de la mujer, que se encuentran bajo custodia de la familia del asesino, a pesar de que la coordinadora del Sistema Integral de Protección a la Infancia (Sipiav), María Elena Mizrahi, repita que en estas situaciones el protocolo indica que los hijos de la fallecida, pasen a vivir con la familia materna. Pero, nuevamente, los protocolos tienen una libre interpretación para los jueces que definen una tenencia, aunque el Sipiav reporte un aumento sostenido de la violencia hacia niños y adolescentes.
Sin embargo, lo relevante es la violencia institucional que reparte excusas y quita sus responsabilidades, tras la audiencia de conciliación efectuada este lunes entre la familia de Sosa y el Ministerio del Interior. La secretaría de Estado no quiso llegar a un acuerdo, si no que además negó su responsabilidad, a pesar de las declaraciones de Bonomi a pocos días del asesinato.
La jefa de los servicios jurídicos de la cartera deslindó –casi que desautorizó– sus dichos y aseguró que “las declaraciones políticas del ministro son una cosa y las acciones jurídicas, otras”. Tal postura irritó a los familiares de la mujer, que a cinco meses del hecho se encuentran ante cuestiones no resueltas que no cerraron con el encarcelamiento del culpable ni el sumario a sus cómplices.
Su familia quiere ir más allá y demostrar que la violencia institucional y estatal es mucho más fuerte, poderosa y duele tanto como la bala que segó sus vidas. Es una violencia que se manifiesta en otros órdenes porque la indiferencia o la indolencia en las respuestas ciudadanas también integran la lista de las situaciones que motivan a los técnicos a hablar en los medios de comunicación, al tiempo que sacan a relucir los tan mentados “protocolos de actuación”. Y por eso se torna más difícil organizar una marcha o pintar una pancarta ante un enemigo tan institucionalizado, que cada día demuestra su peor forma.
Porque cuando un usuario de la salud transcurre seis horas en un servicio de emergencia aguardando para ser atendido, cuando debe retornar por enésima vez al mismo mostrador y por el mismo papel, cuando pierde un derecho adquirido y tiene que volver por un idéntico trámite a las mismas ventanillas, cuando un ente no hizo controles por décadas y de un día para el otro se encuentra con facturas abultadas que deberá pagar sin chistar, o cuando recibe una atención desganada por parte de un “servidor público”, también asiste a las omisiones que impiden el ejercicio de sus derechos humanos, porque en estos casos el concepto no es cautivo sino que se amplía para demostrar que no solamente el asesino de Valeria tuvo la frialdad necesaria como para mantener la calma, mientras ella agonizaba.
La violencia institucional es el abuso del poder ejercido desde el Estado, creado para proteger y no para protegerse de su política y sus políticos con tanta impunidad.