El inefable

Si hay alguien que en los últimos años ha afinado su criterio para dividir a la sociedad entre “buenos” y “malos”, y ubicar a todos estos en una única vereda, ese es el subsecretario del Ministerio del Interior, Jorge Vázquez.
Luego del asesinato de un policía durante una rapiña a una pizzería en Pocitos, dijo que la cartera investiga el hecho porque “la información inicial indica que estaría desempeñando una tarea de seguridad no autorizada por el Ministerio del Interior y no tendría la seguridad de protección recomendada”.
De acuerdo con el jerarca, los funcionarios policiales tienen un número de horas para cumplir dentro del servicio 222, pero no pueden hacer tareas vinculadas a la seguridad por fuera de esa normativa. Sin embargo, de sus declaraciones se infiere –además de una culpabilización a la víctima y su empleador— que si un efectivo presencia un hecho delictivo de cualquier especie no deberá exponerse ni defender al ciudadano, a menos que en ese momento se encuentre de servicio.
Estas declaraciones sostienen una línea de coherencia argumentativa que Vázquez expuso cuando tranquilizó a la ciudadanía y explicó a quienes estaban preocupados por la inseguridad que “si no están vinculados a la delincuencia, narcotráfico y carecen de problemas familiares importantes, tengan la seguridad de que nadie los va a matar”, porque en nuestros país “cualquier uruguayo está expuesto a morir más por accidentes de tránsito que como resultado de una rapiña o copamiento”.
Fue el mismo jerarca a quien le “sonaba sospechoso” que se hubiese atentado contra dos escuelas capitalinas, con destrucción de locales y materiales, al finalizar el pasado Mundial, durante el año electoral y justo cuando se iban a retomar las clases, ante una problemática social analizada con tal liviandad que no solamente hiere a una comunidad educativa, sino a la sociedad acostumbrada ya a estos actos de vandalismo y a tales declaraciones.
Es que tanto disparate sobrepasa cualquier indulgencia y, en vez de salir a buscar a los delincuentes o emitir otro tipo de señales a la ciudadanía, persisten en el autobombo que repite de memoria que han bajado las rapiñas, sin embargo, las cárceles permanecen superpobladas –en algunos casos hacinadas– con altos niveles de reincidencia y asesinatos intracarcelarios, bajo guarismos que el destinatario del mensaje oficialista no tiene cómo medir ni auditar.
Entonces nos queda la sensación constante de que la realidad interpela a la ley, porque hubo aumentos salariales a la Policía, pero el efectivo asesinado cumplía horas como guardia de seguridad en una zona activa en el mapa del delito, por lo tanto, el hecho hubiese ocurrido igual si mantenía su uniforme completo, en tanto el balazo fue a quemarropa y directamente a su cabeza, donde no resguarda un chaleco antibala, con la excepción de un casco Kevlar. Y porque, entonces, las rapiñas no han descendido, sino que no se denuncian –al igual que los hurtos–, por lo tanto, los empresarios, cansados de no obtener una respuesta a las demandas de seguridad, tratan de buscar una solución particular con estas consecuencias. Y porque, tampoco, está mal buscar protección para su vida y su negocio, ante un hecho que, de acuerdo con la cámara de seguridad, cualquiera hubiese sido la víctima.
Es que estamos pasados de agresividad en los hechos y en las redes, pero también de la continua relativización ejercida desde el gobierno, con declaraciones que faltan al respeto y subestiman al razonamiento de cualquiera que transita por las calles. Y porque un efectivo debe pensar muchas veces antes de jalar del gatillo, en tanto las estadísticas son duras y marcan un continuo ascenso de uniformados procesados por el delito de homicidio, con delincuentes vivos y sueltos, tras actos de servicio donde parece impensable la legítima defensa. Y porque la Policía es el brazo auxiliar de la Justicia, pero en ocasiones no obtiene las pericias técnicas necesarias ni para defenderse.
Los resultados, a menudo, están a la vista. O lo muestran las cámaras de seguridad, como la instalada en la pizzería de Pocitos, o lo demuestran las otras estadísticas con una tasa de suicidios de policías que es cinco veces mayor al resto de la sociedad y tres veces más que la población carcelaria.
Entonces, ¿cuál es la diferencia entre ser un mártir de la delincuencia o un policía que incumplía el reglamento porque ejercía una tarea no habilitada? ¿Simplemente encontrarse en el lugar incorrecto y en el momento inadecuado? Porque si estaba en la pizzería de 26 de Marzo y Buxareo de pura casualidad, o en una parada de ómnibus o en un supermercado, su condición lo habilita a actuar de la manera que lo hizo, a pesar de no tener un chaleco antibala u otro elemento de seguridad. La ley orgánica vigente también habla de la indivisibilidad de la función y determina la obligatoriedad del funcionario de actuar ante un delito flagrante, como en este caso.
Lo mismo ocurre en la medicina. Y a eso lo sabe el médico Tabaré Vázquez, quien durante un vuelo que lo llevaba a París a una misión oficial atendió a una pasajera que sufrió un grave cuadro alérgico, por desconocer que ingería un alimento perjudicial para su salud, enmarcada en una cobertura periodística que se leyó en todos lados. Pero, claro, aquella actuación estuvo bien…
Por eso, por más que se le quiten los honores fúnebres porque no “cayó en el cumplimiento del deber”, se debe reconocer que murió un trabajador necesitado de un mayor salario para una familia que ahora está desamparada y con el sabor amargo que dejan las declaraciones oficiales en los diversos medios que culpabilizan sin piedad y porque, en cualquier caso, a la inseguridad la deben sentir los delincuentes, nunca al revés. Y porque a pesar de la creación de cuadros específicos, como la Guardia Republicana, ha quedado demostrado que la seguridad ciudadana presenta flancos débiles, tan débiles como las explicaciones de aquellos jerarcas que no aprendieron nada de su pasado, pero aún les sobra paño para confrontar a la ciudadanía con una dialéctica temeraria y ausente de respeto.