La corrupción no es de izquierda ni de derecha

El Departamento de Justicia de Estados Unidos publicó una investigación a finales de 2016, donde acusó a la mayor empresa de infraestructuras de América Latina, la brasileña Odebrecht, de expandir sus negocios por el continente a fuerza de un “Departamento de Sobornos”, creada en 1987 bajo el nombre de “Sector de relaciones estratégicas”, que pagó casi 800 millones de dólares a funcionarios corruptos en unos 12 países.
La primera secretaria que tuvo la mencionada sección, Concepción Andrade, fue despedida en 1992 y conservó los registros que unos 20 años después entregó a la justicia brasileña y a una comisión parlamentaria encargada de su investigación. El documento refiere a participaciones fraudulentas en Venezuela, Perú, Panamá, Argentina, Brasil, Colombia, República Dominicana, Ecuador, Guatemala, México, Mozambique y Angola. Enmarcado en el caso “Lava Jato”, que destapó una trama de corrupción de alcances insospechados –todavía—en Petrobras, llevó a la imputación del expresidente brasileño Lula da Silva. Es, sin lugar a dudas, el caso de corrupción más grande en la historia latinoamericana, por sus ramificaciones en 28 países, donde ha obtenido sustanciosos contratos estatales y al menos 77 exdirectivos de la multinacional acordaron colaborar con la justicia. Sin dejar de mencionar que los actos de corrupción implican a 200 políticos, involucrados en la denominada “la delación del fin del mundo”.
A estas alturas, se supo que el Departamento de Justicia estadounidense intervino porque los implicados utilizaron de manera alevosa el sistema bancario de EE.UU. para el blanqueo de dinero, por tanto la empresa accedió a pagar 3.500 millones de dólares en multas para liberarse de las acusaciones.
Con el paso de los años, la constructora abarcó a un conglomerado de empresas dedicadas a las áreas de la química, inmobiliaria, petroquímica, defensa y transporte, cuya principal figura es Marcelo Bahía Odebrecht, detenido en diciembre del año pasado y sentenciado a 19 años de prisión. El juez Sergio Moro vinculó las acciones delictivas del gigante germano-brasileño con la denominada “Operación Lava Jato” (Operación Autolavado), basada en la mayor investigación de lavado de dinero en Brasil, que implicó a diputados, senadores, a los expresidentes da Silva y Dilma Rousseff y al actual mandatario Michel Temer.
Pero las profundas raíces involucraron a otros gobiernos “progresistas” y de “derecha”, en los contratos de más de un centenar de empresas argentinas durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. O el financiamiento supuestamente ilegal de la campaña electoral del presidente colombiano, Juan Manuel Santos, en 2014, o las sociedades de naturaleza fraudulenta en las que participaron dos hijos del expresidente panameño, Ricardo Martinelli, o los contratos de obras obtenidos a lo largo de casi todas las administraciones de presidentes ecuatorianos, desde León Febres Cordero en 1987 (por 187 millones de dólares) hasta Rafael Correa por 1.600 millones de dólares, y así sucesivamente con otros gobernantes de la región.
Hasta el momento, el expresidente Da Silva resultó condenado a nueve años y medio de prisión por ventajas indebidas, recibidas por empresas –entre las que se encuentra Odebrecht— que se adjudicaron ilegalmente contratos con Pertrobras, además del beneficio de las millonarias reformas efectuadas en residencias cuya propiedad se atribuye al exmandatario, quien no dejó registros del pago de las obras. Posteriormente se comprobó que Odebrecht y OAS –otra empresa condenada al pago de multas por acciones fraudulentas—costearon las mencionadas intervenciones por más de 300.000 dólares, como parte de los sobornos. Y tan importantes son las repercusiones, que las aspiraciones presidenciales del fundador del Partido de los Trabajadores dependen de un fallo en segunda instancia, que si ratifica la sentencia de Moro, estaría impedido de postularse para cualquier cargo político, de acuerdo a las leyes electorales de su país. También involucra al expresidente peruano, Alejandro Toledo, prófugo de la justicia y residente en EE.UU., quien supuestamente recibió en sus manos más de 18 millones de dólares por la licitación de la Carretera Interoceánica del Sur.
Uruguay ha permanecido algo “distraído” en este embrollo, hasta que hace unos días, el fiscal especializado en Crimen Organizado, Carlos Negro, solicitó a la jueza Beatriz Larrieu que investigue el pago de coimas a funcionarios kirchneristas a través de Uruguay.
Ahora se investigan cuatro transacciones de Odebrecht a las empresas uruguayas offshore Sherkson y Havinsur, que enviaron fondos por más de 22 millones de dólares a cuentas en Suiza a nombre de ejecutivos procesados por corrupción en Petrobras, desde donde se solicitaba un 3% de soborno para ganar licitaciones. Ese porcentaje se repartía entre la empresa y el sistema político en cuentas bancarias de diversos países, entre los que se encuentra Uruguay.
Y en esta trama de delación, dicha información involucró a nuestro país a raíz de las revelaciones de uno de los “valijeros” de la ruta del dinero de los sobornos, Olivio Rodrigues Junior, alias Gigolino, quien para beneficiarse en su causa, reveló a la justicia brasileña el pago de coimas. Con este caso también se llega a la empresa OAS y los contactos que solicitó al gobierno brasileño para que intercediera en Uruguay, y pudiera encargarse de la obra de construcción de la regasificadora y el gasoducto. OAS hizo la obra y pagó 3 millones, que no queda claro si fueron dólares o reales, y junto a Odebrecht, abonaron otros 14 millones en sobornos.
Su construcción fue un verdadero fracaso, las adjudicaciones resultaron totalmente irregulares y le acarreó pérdidas por 100 millones de dólares al Estado uruguayo (tras una inversión de U$S 1.200 millones), si se atienden a las obras conexas que debieron efectuarse, con la inclusión del dragado y la conexión del gasoducto, además de los juicios iniciados por empresas privadas porque el Estado figuraba como garantía soberana.
Esto es apenas un esbozo de una profunda investigación que involucra a una docena de países, cuyos gobernantes se implicaron directamente o miraron para el costado y “la dejaron correr”. Es, además, una prueba eficiente de que la corrupción no es “de izquierda” ni “de derecha” y sirve como argumentación absoluta cada vez que se busque explicar la existencia de conspiraciones en otras partes del mundo para quitar el “progresismo” del gobierno uruguayo, cuando simplemente alcanza con reconocer que ni entrenándose lo hubieran hecho peor.