La emoción por encima de todo

España se acerca a un escenario peligroso donde nadie de ambas partes parece bajarse del caballo. Las espadas se mantienen en alto, en continuo desafío: las emociones predominan sobre los razonamientos. El Parlamento catalán declaró ayer la independencia de Cataluña, un hecho sin precedentes en la democracia española y un reto para la Unión Europea. Un poco más tarde, el Senado en Madrid aprobó las medidas propuestas por el presidente Mariano Rajoy para frenar el proceso secesionista en tierras catalanas.
La votación en Cataluña se saldó por 70 votos secretos a favor, 10 en contra y 2 abstenciones. La propuesta, proveniente de los grupos Junts pel Sí y la CUP define una declaración de independencia y abrir un proceso constituyente que al finalizar incluya la “redacción y aprobación de la república”. La oposición se ausentó en el momento de la votación. En la capital de España, las medidas de Rajoy salieron adelante con 214 votos a favor, 47 en contra y una abstención.
La declaración unilateral de independencia votada en el Parlamento catalán –ilegal desde el punto de vista de la Constitución– llegó después de que el propio presidente de Cataluña, Carles Puigdemont –la historia, en algún momento, juzgará la responsabilidad de este hombre para arribar a este meollo–, manejara la posibilidad de llamar él mismo a elecciones en su región autónoma y evitar de ese modo este peligroso punto de quiebre. En eso estaba, tratando de mediar, el propio lehendakari del País Vasco, Iñaki Urkullu.
Puigdemont, seguramente, se lo pensó, pero le pesaron más las protestas ciudadanas a favor de la independencia, espoleadas además por la detención de dos independentistas. El presidente catalán prefirió la popularidad frente a la legalidad y tratar de sacarse de encima el mote de “traidor” desde aquella vez que dijo declarar la independencia pero que suspendía por el momento esa posibilidad.
Los independentistas continúan repitiendo y machacando que la idea de la independencia ha calado en la mayoría de los catalanes. Es cierto que ha aumentado el número de adherentes a la causa, pero recordemos que el famoso referéndum del 1º de octubre solo convocó el 42% de los habilitados a sufragar en Cataluña, una consulta que no tuvo ningún tipo de garantías (la represión policial es otra historia). Hasta ahora, ninguna encuesta ha dado mayoría a los independentistas; además, el sector que quiere seguir siendo parte de España ha realizado multitudinarias manifestaciones y ha demostrado su peso.
Por el otro lado, las cosas tampoco han sido muy pensadas. Al menos, desde fuera, uno se pregunta por qué no abren una mesa de diálogo, en un país del primer mundo, Europa, Occidente, en vez de andar a las patadas. El gobierno de Rajoy también ha contribuido agrandar esa sensación de resquebrajamiento. En las semanas que ha durado este drama, esta tensión, Rajoy y su gente ha podido insistir en una solución negociada en vez de cerrar las puertas a las conversaciones políticas y de aferrarse con testarudez –su origen gallego (de Galicia, por las dudas) puede que tenga que ver– a la legalidad pura y dura.
La represión el día del referéndum y poner entre rejas a dos líderes independentistas resultaron movidas bastante tontas en todo este contexto. Qué necesidad. Rajoy amagó en algún momento con plantear la modificación de la Constitución para generarle más autonomía –de la que ya tiene– a Cataluña, pero nunca fue el eje de su estrategia y jamás se aplicó a fondo en esa idea. En suelo catalán, entre los independentistas, el ogro de Madrid es visto como un intervencionista, una imagen que el propio presidente del gobierno español ha contribuido a solidificar.
La asombrosa, increíble, patética –los adjetivos quedan cortos a esta altura– cerrazón de las dos partes no promete nada bueno para la historia de España. El asunto es muy serio. Habrá gente en las calles de Barcelona y otras localidades catalanas dispuestas a resistir. Es muy improbable que no haya reconocimiento internacional para Cataluña (capaz Venezuela, vaya apoyo), en tanto la Unión Europea presionará para que no se concrete la escisión. Desde el punto de vista económico ya es bastante grave lo que está sucediendo, con empresas prácticamente huyendo de Cataluña, los principales bancos desapareciendo de la región.
Es notable y muy alentadora la reflexión que publicó en redes sociales la mismísima alcaldesa de Barcelona, Ada Colau Ballano, titulada “No en mi nombre: ni 155 (el artículo de la Constitución que suspende el autogobierno de Cataluña) ni DUI (Declaración Unilateral de Independencia)”.
“Tanto hablar del choque de trenes en condicional o en futuro, cuesta asimilar que hoy (por ayer) haya llegado el día. Una década de desidia del Partido Popular con Cataluña culmina con la aprobación del Senado del artículo 155. Rajoy lo ha presentado entre los aplausos de los suyos, para vergüenza de todos los que respetamos la dignidad y la democracia. ¿Aplaudían su fracaso? Los que han sido incapaces de proponer ninguna solución, incapaces de escuchar y de gobernar para todos, consuman hoy el golpe a la democracia con la aniquilación del autogobierno catalán”, comienza diciendo.
“Por la misma vía, en contra dirección, un tren más pequeño, el de los partidos independentistas, ha avanzado sin frenos, con prisa kamikaze (…). Una velocidad impuesta por intereses partidistas, en una huida hacia adelante que se consuma con una declaración de independencia hecha en nombre de Cataluña, pero que no cuenta con el apoyo mayoritario de los catalanes. (…) Muchos, muchísimos, llevamos años advirtiendo del peligro y, en las últimas semanas, trabajando en público y en privado por evitar este choque. Somos mayoría, en Cataluña y en España, quienes queríamos que pararan las máquinas, que se impusiera el diálogo, la sensatez y una solución acordada”, prosiguió la alcaldesa con un sentido común que ha faltado en toneladas en las últimas semanas. Duele España, duele Cataluña.