Las demoras para una “ley Megan”

El 29 de julio de 1994, Megan Kanka, una niña de siete años, fue violada y asesinada en la ciudad de Hamilton (Nueva Jersey) por un vecino. Jesse Timmendequas tenía 35 años y ofreció a la niña mostrarle la mascota que tenía en su casa. Una vez en el lugar, la violó y estranguló hasta matarla.
El caso conmovió a Estados Unidos y los medios de comunicación revelaron que el asesino estuvo preso en dos ocasiones por delitos sexuales contra menores. Las movilizaciones organizadas por los padres de Megan y otras familias preocupadas presionaron al Congreso estadounidense a la aprobación de la “Ley Megan”, que entró en vigencia poco tiempo después, el 31 de octubre de aquel año. La iniciativa creó un registro y notificación que alerta sobre la presencia de un delincuente sexual en la comunidad.
Con el paso de los años, la ley inspirada en la niña de Hamilton fue más allá. La Corte Suprema autorizó a la publicación de fotografías de condenados por abuso sexual a menores en Internet y la justificación de la medida fue clara: “El propósito y principal efecto de la publicación de las fotos en informar al público por su seguridad, pero no humillar al acusado. La ley no es punitiva y, por lo tanto, no castiga al preso después del hecho”. Timmendequas era pedófilo y vivía, junto a otros dos delincuentes sexuales condenados, frente a la casa de Megan, pero los padres de la niña no lo sabían. Hasta hoy, según el Estado, la ley se aplica con matices y, como toda normativa, tiene sus detractores y defensores.
En Uruguay, se detectaron, en 2016, 475 casos de abuso sexual a niños y, en la mayoría de los casos, el agresor pertenece al entorno familiar. Ese año, ingresaron 2.375 niños al INAU, tras sufrir situaciones de violencia ejercida por adultos. En su mayoría, de confianza de la víctima.
Al año siguiente, se registraron 12 sentencias de tribunales de apelaciones por abuso sexual contra niños y adolescentes y en ninguno de los casos se dieron más de cinco años de penitenciaría a los acusadores. Los técnicos aseguran que no hay un perfil definido para el abusador sexual infantil, pero comparten características. El 90% de los involucrados son hombres de entre 25 y 45 años, adaptados a la vida social, generalmente están casados y muchos de ellos tienen hijos. Este delito registra una tasa de reincidencia muy alta y una postura resistente a los abordajes terapéuticos.
A raíz de los casos de Brissa González, en Montevideo, y Valentina Walter, en Rivera, ocurridos con una diferencia de diez días, la polémica se reactivó en las redes sociales y en las calles. En Uruguay, la problemática no se ignora, pero su tratamiento desde la legislación se aplaza.
En 2008, el entonces diputado Luis Lacalle Pou presentó un proyecto de ley para la creación de un Registro Nacional de Violadores y Abusadores de Menores, votado en contra por el Frente Amplio. Reiteró su presentación en 2010 y 2015, pero bajo la argumentación de la necesidad de un estudio con mayor profundidad del tema, el oficialismo postergó su tratamiento en la Comisión de Constitución y Código de la Cámara de Diputados.
A pesar de las dudas, no hay oposición a la iniciativa, pero esta será abordada en su conjunto por la bancada en algún momento. En líneas generales, el proyecto registra a los condenados con sentencia firme y a “cualquier condenado por delitos contra la integridad sexual cometidos contra menores de edad, con el objeto de proceder a la individualización de personas responsables”.
El proyecto establece que “toda institución educativa, sea pública o privada”, en sus diferentes niveles educativos, “deberá, como requisito previo a la contratación de un empleado, exigir un certificado de no inscripción al registro, que será emitido sin costo por el Ministerio del Interior”. Y agrega que “la reglamentación establecerá las sanciones correspondientes para el caso de incumplimiento a lo preceptuado en este articulado”.
En su exposición de motivos, Lacalle Pou resaltó que “estos delitos son altamente condenables, no solo por lo espurio del acto en sí mismo, sino por la clásica indefensión en la que se encuentra la víctima y por las consecuencias que de por vida deberá soportar”. Es así que registra nombres, apellidos, seudónimos, foto y fecha y lugar de nacimiento, nacionalidad, documento de identidad, trabajo, domicilio actual y delito por el que resultó condenado. Una vez en libertad, y por un lapso de 15 años, los condenados estarán obligados a la actualización de sus datos.
Además, el Ministerio del Interior deberá proveer de dicha información “a toda persona que lo solicite, en las condiciones que establezca la reglamentación”.
Los mensajes del Poder Ejecutivo a sus legisladores para la instalación de este registro han sido bastante claros. En noviembre de 2017, al finalizar un Consejo de Ministros, el presidente Tabaré Vázquez reconoció que “hay que instrumentarlo y trabajar al respecto, y tener todos los medios disponibles para luchar contra esta grave patología que no es solo de Uruguay. Ese mismo día, el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, se manifestó de acuerdo con su creación, porque “hay países que lo tienen, que les ha dado resultado”.
Pero, por el momento, la comisión parlamentaria se encuentra ocupada en el estudio de una modificación de la ley que creó el Instituto Nacional de Derechos Humanos y realiza una evaluación de la aplicación del nuevo Código del Proceso Penal. A todo esto, debe sumarse el poco tiempo para el tratamiento del presupuesto nacional y las connotaciones propias de un año preelectoral, que en ocasiones distrae del trabajo legislativo.
Por eso, ¿qué motiva el aplazamiento, si –en general– los diputados y senadores de todos los partidos se manifestaron proclives a la instalación de un registro? ¿Asusta al oficialismo estar de acuerdo con la oposición y que, por una vez, un asunto tenga rápido tratamiento parlamentario, sin mayores diatribas ni polémicas? Cualquiera sea la respuesta, no hay que esperar por otra Megan, o Brissa o Valentina.