La Cámara de Senadores volvió a aplicar la acostumbrada política berreta y a estas alturas resultan notorios los tiempos electorales que se avecinan. El asunto no pasa por el “blindaje político” que aplicó la mayoría parlamentaria hacia el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, ante una solicitud de censura por parte de la oposición. Eso es obvio y esperado dentro de los gajes del oficio democrático que permite tener los votos necesarios para impedir cualquier solicitud de la minoría o a fin de lograr la aprobación de un proyecto de ley reclamado. El gran problema que aún permea en la clase política es la ausencia de un debate de ideas y la necesidad de elevar el nivel de discusión, precisamente ante una ciudadanía que allí los ubicó y observa.
Finalizada la interpelación a Bonomi el miércoles 18, la oposición promovió la censura en la cámara alta, pero no logró los votos suficientes. Sin embargo, la sesión demostró nuevamente la falta de clase política y el escaso nivel de confrontación de ideas, en tanto parece necesaria la agresión, las ironías y las acusaciones para demostrarse como verdaderos paladines.
Pero el espectáculo que queda siempre es flaco, grotesco y de calidad dudosa, con apelaciones constantes y continuas al pasado, bajo un paraguas confrontativo que ya resulta básico y aburridor.
Mientras las estadísticas oficiales reiteran un aumento del uso de la violencia en los hechos delictivos, el ministro comienza su exposición de una manera extraña. Y mientras las palabras llevaban a suponer que su dimisión estaba cerca, en un arrebato de creatividad hace un giro discursivo y refiere a la interpelación como el resultado de alguien que se despide de la política. Si esa fue una estrategia de la bancada a la que pertenece, entonces todo da vergüenza.
Porque en algún momento deberán aprender que los llamados a los ministros se hacen para evaluar gestiones y no trayectorias personales de “popes” intocables, cuyos sueldos son pagados por plebeyos a quienes miran desde las alturas.
Pero ese el problema que tienen los mismos que se pasan las interpelaciones observando su propio ombligo y cuando les ha tocado brindar explicaciones, seguramente le han echado la culpa a la falta de un chaleco o al consabido ajuste de cuentas.
Los cambios constantes y vertiginosos en la sociedad global, agarran a un Uruguay que todavía discute por los apellidos, y ese parece un flor de argumento para el legislativo, donde debían debatirse aspectos inherentes a la seguridad ciudadana. Ese nivel básico de discusión parece que deja conformes a las fieras, quienes a una palabra le suben otra y luego una más hasta transformarse en una competencia de quienes tienen los adjetivos más subidos de tono.
Realmente agotador y berreta. Incluso la soberbia –aunque acostumbrada– lastima, al igual que la falta de empatía por las víctimas de cualquier delito, directas o indirectas, que miraban la transmisión parlamentaria. Porque, en todo caso, no se le pide al oficialismo que cambie su mirada lisonjera hacia el accionar del ministro, sino que tengan una mirada de sensibilidad social hacia las propias cifras que brindan desde la cartera.
Esta secretaría tuvo presupuesto, recursos humanos, tecnológicos y posibilidad de acceder a capacitaciones como nunca antes, sin embargo, los resultados no se ven. O al menos, tardan demasiado.
Como las autocríticas necesarias, que en estos momentos son imposibles de obtener por parte de una mayoría que solo responde a una interpelación como si fuese un pase de factura entre personas. El Parlamento se ha transformado en un lugar peligroso donde ya no existen los adversarios políticos, sino un grupo de enemigos que se gritan desde las tribunas y donde las mayorías con mano de yeso suben o bajan el pulgar si la circunstancia lo amerita. Y eso también forma parte de la inseguridad, aunque en las redes sociales se utilice la frase como una broma continua.
Se nota que los comicios hacia el 2019 están cerca, demasiado cerca como para pedirles el favor de un cambio en las estrategias y una transformación de las actitudes que usan el descrédito como base de sus argumentaciones. Porque después son ellos mismos los que se asombran de los niveles de violencia en las comunidades y alcanza con ver sus apreciaciones en las cuentas de Facebook o de Twitter para medir su hipocresía.
El tema es que no están en campaña y más que contestarse entre ellos, deben una respuesta ciudadana alejada de los chisporroteos que ya son una rutina y ocurren solo porque hay una cámara que filma, mientras ellos actúan. Porque si cada respuesta del ministro fue pensada como si se tratara de una campaña electoral, entonces estamos en serios problemas. Significa que lo que muestran las estadísticas y sufre el pueblo en la calle le importa un bledo a la bancada que le preparó el discurso al ministro –que se transporta en un blindado y con custodia– porque los tiempos apremian y hay que mirar la pizarra para ver “cómo vamos”.
Sin embargo, quedan preguntas sin responder con los cargos y ascensos planteados durante la interpelación al secretario de Estado, además de los presuntos casos de nepotismo y la tan necesaria discusión sobre la nueva legislación a aplicar en los casos de violencia basada en género.
Lo que le preocupa a los uruguayos en su país, no está alejado de las preocupaciones en otras partes del planeta, pero lo que parece inadmisible es la adhesión a rajatabla a un relato, aunque éste deba cambiar por las fuerza de la lógica con las nuevas generaciones. Porque ya no hay lugar al “ellos o nosotros”, que son aquellos que se ubican siempre en un peldaño moralmente superior al resto.
Este no es un debate entre “totalitarios” y “demócratas”. Una confrontación de estas características puede resultar peligrosa y sacar a la política del lugar de privilegio, hasta llevarla a los confines más berretas. Y eso puede estar sucediendo ahora.