El ministro Bonomi “tiró la toalla”

De acuerdo con lo informado por la “La Diaria”, en los últimos días “el director de la Unidad de Comunicación del Ministerio del Interior, Fernando Gil, sostuvo en su blog personal que el Uruguay conocerá un “triste récord en materia de violencia” cuando se den a conocer las estadísticas de delitos de este año”. En efecto, Gil sostuvo que “El Uruguay se apronta a reconocer, con datos objetivos, una de sus peores estadísticas de delitos desde que se lleva registro. Lejos de los guarismos a la baja con que cerró los años 2016 y 2017, este 2018 marcará un triste récord en materia de violencia”. A pesar de los esfuerzos del ministro del Interior, Eduardo Bonomi, por relativizar las afirmaciones de su subordinado, resulta claro que el fracaso del gobierno en materia de seguridad ya no puede ser ignorada ni disimulada, máxime cuando las mismas no provienen de los partidos políticos de oposición, de un complot basado en el tanta veces invocado “Plan Atlanta” ni tampoco de la prensa (atacada con frecuencia por el Presidente Vázquez y otras figuras gubernamentales si no les gusta la información difundida) sino de alguien que desempeña un alto cargo en la referida secretaría de Estado. El argumento de que hay que esperar a que termine el año para decir si tales cifras serán “récord” deja a las claras no sólo el cinismo del ministro Bonomi sino también su insensibilidad con la desgracia humana que se esconde detrás de cada acto delictivo; las cifras a las cuales se refiere Bonomi son personas de carne y hueso con nombre y apellido que fueron asesinadas, lesionadas o agredidas por la incapacidad de ese jerarca para proteger a los habitantes de este país.
El actual ministro del Interior no ha estado solo para lograr el impresentable récord al cual se refirió Fernando Gil. Desde la gestión de José Díaz (que liberó más de 700 presos) o la pintoresca y ecuestre Daisy Tourné, un denominador común ha recorrido las políticas frenteamplistas en materia de seguridad: la falta de capacidad para ejercer la autoridad a la hora de prevenir y reprimir la actividad delictiva, confiando únicamente en políticas sociales de largo plazo que no solucionan las urgencias actuales del tema. Tampoco han tenido una acertada política carcelaria, todo lo cual ha sido el caldo de cultivo para la actual epidemia de la inseguridad. Y lo cierto es que el abordaje social del delito tampoco mejoró la situación en materia de seguridad. Los múltiples, costosos e ineficientes planes sociales que se han desarrollado desde el año 2005 tampoco han servido para mitigar los altos niveles de inseguridad, lo que resulta especialmente paradójico ya que las mismas fueron diseñadas, implementadas y ejecutadas sobre la premisa de que una mejora en las condiciones socioeconómicas de la población más vulnerable ayudaría a mejorar la situación en esa área. Esta muestra del pensamiento mágico uruguayo es particularmente llamativo no sólo por su contenido discriminatorio, que relaciona a las poblaciones más desprotegidas con el delito, sino porque como lo ha reconocido la propia vicepresidenta Lucía Topolanski si bien “se ha hecho mucha cosa” para cambiar la situación de los pobres “no se ha movido la aguja como queríamos”. El último censo, realizado en el año 2011, confirmó que en ese año existían 589 asentamientos en todo el país (348 en Montevideo), donde habitan unas 165.000 personas. La propia Topolanski fue clara al respecto: “Nosotros hemos operado sobre muchos asentamientos y lugares precarios, pero han nacido otros”. En los últimos días la Topolansky admitió que el gobierno está “preocupadísimo” con la inseguridad, lo que muestra a un gobierno cansado, apático y resignado ante la inseguridad que campea en todo el país. La resignación de la vicepresidenta se suma a la de otras figuras del gobierno nacional que no logran “dar pie en bola” en el combate contra la delincuencia, incumpliendo de esa forma con las responsabilidades que la Constitución Nacional y las leyes vigentes ponen a su cargo, a pesar de que se niegan a renunciar a los cargos que le brindan importantes salarios y múltiples beneficios de los cuales poco o nada se informa a la población en general.
Es importante tener en cuenta que el problema de la inseguridad no está relacionado únicamente con la integridad física y emocional de las víctimas o con su patrimonio personal, sino que debe ser considerado desde una perspectiva que englobe a todos los ámbitos del quehacer nacional y de su desarrollo. Como ha señalado la especialista Nathalie Alvarado, coordinadora del área de Seguridad Ciudadana del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), “el crimen deprecia el capital humano, físico y social de la sociedad y afecta de manera desproporcionada a los pobres”. De acuerdo con los informes de ese organismo internacional,“América Latina y el Caribe es excepcionalmente violenta” especialmente si consideramos que “la región aporta un 9 por ciento de la población mundial pero registra un tercio de sus homicidios” cuyos países tienen niveles excepcionalmente altos de violencia, en especial en homicidios y robos. En una región con estas características, las habituales declaraciones de jerarcas ministeriales que destacan la seguridad que existe en nuestro país en relación con los países de la región resultan claramente una estrategia para distraer la atención de la población y tratar de instalar un fantasioso relato de seguridad ciudadana que resulta insostenible ante la dura realidad que vivimos todos los días. En pocos días, la actitud socarrona e irónica del ministro Bonomi durante la interpelación del Senador Pedro Bordaberry dejó al descubierto que su aire aparentemente seguro y despreocupado durante esa instancia parlamentaria era en realidad una fachada para tratar de esconder las cifras a las cuales se refirió Fernando Gil.
Mientras tanto, miles de uruguayos deben seguir protegiéndose como pueden, sin lograr acceder a costosos servicios privados o cámaras de vigilancia y muchas veces sin poder colocar las rejas que si bien transformarán su casa en una verdadera cárcel, constituirán al menos un disuasivo para los delincuentes. Desesperados por soluciones efectivas que nunca llegan, ciudadanos de todo el país encienden una “admirable alarma” y se manifiestan pacíficamente por seguridad, tal como ha sucedido en San Luis, Marindia o Salto e incluso instrumentan sistemas de vigilancia entre vecinos para suplir a un ministro que ya “tiró la toalla” y a un Estado ausente que ha renunciado a cumplir con su cometido de proteger la vida y propiedad de todos los uruguayos.
Mientras todos esos ciudadanos esperan angustiados que sus seres queridos retornen a casa sanos y salvos luego de una jornada de trabajo o estudio, el subsecretario del Ministerio del Interior, Jorge Vázquez goza tranquilamente de guardaespaldas en su casa ubicada en el lujoso barrio de Punta Gorda, inmueble que de acuerdo con el semanario “Búsqueda” fue adquirido con un préstamo de más de cien mil dólares que le otorgó el Banco Hipotecario del Uruguay (BHU) en tan sólo ocho días después de ser solicitado por el mismo. Queda claro entonces que en nuestro país coexisten dos tipos de inseguridad: por un lado, la que sufren los ciudadanos comunes y corrientes y por otro lado la “inseguridad compañera”, plagada de lujos, sistemas de protección y financiada por los altos impuestos que a duras penas pueden pagar los contribuyentes de nuestro país.