Los brasileños también dijeron a quienes no quieren

El pueblo brasileño concurrió nuevamente a las urnas este domingo y reafirmó en segunda vuelta electoral el veredicto que había pronunciado tres semanas antes, ungiendo como presidente electo a Jair Bolsonaro. Lo fundamental de un balotaje, al fin de cuentas, es en realidad ofrecer una segunda oportunidad a los electores tanto de expresar a quien quieren como presidente como a quien no quieren, y en este caso hubo un contundente rechazo al Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil, al candidato Fernando Haddad. Pero también a Lula y a Dilma Rousseff, los últimos dos presidentes de la izquierda brasileña que –contrariamente al relato de sus defensores– dejaron un panorama desolador en Brasil, de corrupción, recesión y grandes bolsones de pobreza, pese a los repetidos eslóganes de que se había sacado a millones de personas de la indigencia durante la administración del PT.
En realidad se trató de una corrupción generalizada –cuyos alcances y ramificaciones todavía están investigando– que ha generado el masivo repudio del pueblo brasileño, al punto de que la expresidenta ni siquiera fue electa en su estado y quedó en cuarta posición entre los aspirantes al Senado, lo que da la pauta de la magnitud del rechazo que generó su gestión. Por añadidura, incluso pretendió darle fueros a Lula con un cargo en su gobierno para que no pudiera ser detenido y enviado a la cárcel.
Así las cosas, los brasileños ya no dan lugar a dudas respecto a quien quieren como a quien no quieren. El presidente electo Jair Bolsonaro obtuvo el 55 por ciento de los votos contra el 45 por ciento de Haddad, es decir diez puntos porcentuales más, lo que indica que los electores del país vecino no se dejaron influenciar, como se pretendía, por las arengas del temor sobre el regreso de la dictadura, la discriminación racial y medidas homofóbicas que con bombos y platillos transmitieron el PT y asociados. Todo esto acompañado por apelaciones de dirigentes y gobernantes de izquierda desde distintas partes del mundo –incluso desde Uruguay– y otros “pensadores” que desde miles de kilómetros pretenden conocer más que los propios brasileños sobre la realidad de su país.
El domingo, pocos minutos después de conocidos los resultados electorales ya irreversibles, Jair Bolsonaro se comprometió a respetar la Constitución, la democracia y la libertad, en su primer discurso como presidente electo de Brasil.
“Ustedes serán mis testigos de que este gobierno será un defensor de la Constitución, de la democracia y la libertad. Es una promesa no de un partido, no es la palabra de un hombre, es un juramento ante Dios”, afirmó. El exmilitar de 63 años sin dudas logró capitalizar la decepción y la rabia de una población golpeada por años de recesión y estancamiento y hastiada de los escándalos de corrupción. A inicios de mes, un sondeo de Datafolha mostró que 88% de los brasileños se sienten “inseguros”, 79% “tristes por la situación del país”, 78% “desanimados”, 68% con “rabia” y 62% con “miedo del futuro”, lo que explica parte del origen de sus votos; solo parte, porque siempre la realidad global es mucho más compleja y se nutre de diversas vertientes, con influencia no solo de la economía.
En este contexto, Paulo Guedes, futuro ministro de Economía, tratará de lanzar un programa de privatizaciones para reducir la deuda y reactivar la economía, que viene de dos años de recesión y dos más de débil crecimiento.
Ya su antecesora, destituida en juicio político, Dilma Rousseff, había alcanzado en la anterior elección por escaso margen la Presidencia, y aquellos millones de brasileños supuestamente “sacados” de la pobreza por Lula nuevamente quedaron bajo el umbral de la línea de pobreza, simplemente porque era una mentira descarada. Como suele ocurrir en los gobiernos populistas, se había generado un mecanismo de asistencia a través de recursos para figurar en las estadísticas, típica medida de los regímenes de izquierda cuando se distribuye dinero.
En este caso, a partir de la bonanza económica por la coyuntura exterior favorable pero sin ninguna sustentabilidad.
Cuando efectivamente este dinero se terminó, Brasil quedó nuevamente en una encrucijada económica que influyó decisivamente para que los brasileños castigaran a los corruptos del PT y en la disyuntiva extendieran una carta de crédito a Bolsonaro para ver si cambia la pisada. Que no va a ser fácil, porque en economía no hay milagros, pero sin dudas tales milagros están aún más lejos cuando se opta por el voluntarismo, por políticas asistencialistas que duran un tiempo, con el fin de obtener réditos politicos. Algo así como el “prender una vela al socialismo”, cuando el expresidente José Mujica malgastaba millones de dólares de los uruguayos en emprendimientos ya destinados al fracaso desde antes de iniciarse, incluyendo la aventura de Alas U, que quemó decenas de millones de dólares que tanto se necesitan hoy.
Y en cuanto a las repercusiones en nuestro país de las elecciones brasileñas, tenemos que pese a que el presidente Tabaré Vázquez los mandó callar –tarde– no han podido borrarse los episodios de imprudencia extrema de integrantes del Poder Ejecutivo, empezando por el canciller Rodolfo Nin Novoa y la propia ministra de Turismo, Liliam Kechichian, a quienes la ideología los desencajó de manera extrema, al punto de no poder ocultar su disgusto por el resultado en Brasil. Así, no tuvieron mejor idea que cuestionar ácidamente el veredicto popular –¿demócratas nosotros?– porque el voto del pueblo había ido hacia la derecha y había abandonado a la izquierda corrupta. Es inoportuno y desubicado, por decir lo menos, que un canciller se exprese como lo hizo ante una convocatoria popular en un país vecino, sin ocultar sus preferencias ideológicas, porque un ministro de Relaciones Exteriores es precisamente eso y tiene la investidura de todo un país, no la de su partido.
De la misma forma, la titular de Turismo, haciendo invocaciones al “fascismo” de Bolsonaro y otras consideraciones dijo que “duele Brasil”, pero sigue guardando silencio olímpicamente por las violaciones a los derechos humanos en Venezuela, en Nicaragua, en Cuba, simplemente porque quienes las perpetran son gobernantes “amigos” de izquierda.
Bolsonaro, el “tapado”, representa ahora, guste o no a los dirigentes de izquierda uruguayos, por lo menos la esperanza de decenas de millones de brasileños hartos de tanta corrupción, de la inseguridad galopante, de la crisis económica. Y viene después del desastre que dejó la izquierda en el gobierno, que sigue apelando a culpar siempre a los complots, al plan Atlanta, a los infiltrados, a lo que sea, en lugar de reconocer que su voluntarismo de prometer y repartir lo que no se tiene es chocar una y otra vez contra la realidad que siempre termina por imponerse, y solo causa la desgracia de los pueblos.