Los agroquímicos deberían subsidiar a la apicultura

En un año, en Uruguay desaparecieron unos 1.000 apicultores aproximadamente y es una cifra invisibilizada, según los vocablos acostumbrados para las cuestiones sociales, pero no en las variables económicas o agrícolas para un país cuya mayor fuente de ingreso de divisas es la producción agropecuaria.
Mientras tanto, en el litoral se pierden miles de colmenas (por ende miles de dólares) y una de las causas identificadas es el uso indiscriminado de agroquímicos. Hasta ahora, solo se encienden las alarmas, pero aún a nivel global no se ha tomado real conciencia de la gravedad de la situación que puede ser determinante para el sostenimiento de la vida en el planeta. Es que la abeja es fundamental para la polinización de las distintas especies vegetales, y por lo tanto determinante para el Ciclo de la Vida de un sinnúmero de plantas. Sin este proceso no habría frutos ni semillas, y por ende, la cadena alimenticia se interrumpiría en su faceta más relevante para la especie humana.
Uno de los principales enemigos de la abeja son los agroquímicos, cuya presencia en la miel ha sido comprobada. Las colmenas mueren por efecto de la fumigación en cítricos y en los eucaliptos, con productos que además se transfieren a la miel, imposibilitando su colocación en los mercados, cuando hasta ahora nos hemos jactado de una economía diversificada y cuidadosa con el medio ambiente bajo el eslogan –que aún se mantiene– de Uruguay Natural.
La polinización que realizan las abejas posibilita la producción del 90 por ciento de los alimentos de consumo humano, por lo que la reducción de las colmenas atenta contra la economía mundial, en tanto la mayoría de las hortalizas y la agricultura dependen de este proceso.
La agricultura intensiva, el monocultivo y el uso de plaguicidas, entre otros, matan este insecto que es un emblema para la supervivencia. Por supuesto, el productor agrícola busca multiplicar su producción, hacerla más rentable y eficiente, y si eso significa utilizar agroquímicos, lo hará, sin importarle los “efectos secundarios”. Lo que manda es el bolsillo. Eso lleva por ejemplo a la plantación intensiva de grandes áreas de soja, por ser el cultivo de mayor rentabilidad, y para lograr los mayores rindes es imprescindible el uso de productos fitosanitarios. Entonces hoy ese productor estará satisfecho cuando cobre la cosecha, pero los problemas llegarán en el futuro. Un futuro o muy lejano, sobre el cual nadie piensa cuando sólo piensa en la economía de corto plazo.
Por otra parte, a las grandes multinacionales que producen las especies transgénicas, que son las que utilizan productos fitosanitarios específicos en distintas fases del cultivo, tampoco le importa la suerte de la abeja, ni el impacto económico que puede acarrearle a las naciones su desaparición, porque ciertamente cuidar a la abeja no les trae ningún beneficio.
Hasta ahora parece ser solo un problema de los apicultores, pero si de alguna manera se pudiese trasladar a la producción el costo que genera para el país la pérdida de la abeja, seguramente el productor sería mucho más “sensible”. Y si la medida fuese a nivel global, las empresas agroquímicas también se cuidarían mucho más.
El planteo no es tan novedoso como parece; sería similar al funcionamiento de las cuotas de emanaciones de dióxido de carbono que pagan los países que producen CO2 a los que absorben dióxido de carbono de la atmósfera. Esos bonos de carbono encarecieron la producción de energía en los países que queman hulla o derivados del petróleo para generar, y por lo tanto se han visto en la necesidad de hacer la producción más eficiente, a la vez de buscar fuentes de energía limpias. Pero también benefició a los países que como Uruguay, absorben más CO2 del que emiten, porque “venden” los bonos que les sobran.
En apicultura podría hacerse algo similar: sin prohibirlos, poner un impuesto importante a los agroquímicos y que el dinero que genera ese impuesto vaya a la producción de miel. O sea que el químico que mata la abeja subsidia la producción del insecto, por lo cual habrá mayor interés en aumentar la cantidad de colmenas y de reducir el consumo de agroquímicos. Justo lo que se pretende lograr.
Puede parecer disparatado tomar medidas económicas que podrían afectar la producción agropecuaria en momentos en que el campo está en la cuerda floja, pero hay una realidad insoslayable: la abeja está desapareciendo principalmente debido a los monocultivos y cultivos transgénicos, y con ella desaparecerá buena parte de los ingresos de los países productores de alimentos. O sea podría decirse que en esto hay un interés superior, que es asegurar la producción agroalimentaria a futuro, frente a las políticas cortoplacistas.
Seguramente muchos podrán decir que ese no es el camino, que hay que buscar otras alternativas, “concientizar” al productor para el uso responsable de los agroquímicos, “educar” a la población, “instruir” al apicultor en el uso de “protocolos” de acción para asegurar la salubridad del la colmena.
Pero sabido es que lo que no toca al bolsillo, no cambia la realidad. La economía es, al final, la que mueve montañas.
Entonces, lo que hay que lograr es un doble efecto: que el que mata las colmenas, pague por ello. Y que ese beneficio llegue a los más afectados, que son los apicultores. Porque sin apicultores, tampoco habrá colmenas.
En 1859 Charles Darwin publicó “El origen de las especies” y allí lo explica claramente: “Podemos inferir como altamente probable que si todo el género de las humildes abejas se extinguiera o fuera muy raro en Inglaterra, el trébol rojo se volvería muy raro o desaparecería por completo”. Pero no es solo el trébol rojo el que desaparecería, sino buena parte de las frutas y hortalizas de las que dependemos para sobrevivir, tanto económicamente como por su consumo. No podemos dejar que eso ocurra sólo porque hoy es “negocio” el cultivo de transgénicos.