Lo peor no pasó

El pasado fin de semana, en un lapso de 48 horas ocurrieron 6 homicidios: 1 en Aeroparque, 1 en Montevideo, 1 en Libertad, 1 en Flores y 2 en Pan de Azúcar. No todos los casos fueron por ajuste de cuentas, ni tampoco se trata de deudas por el narcotráfico, es el retorno de una tendencia que cuenta –nuevamente– un asesinado por día. Sin dejar de mencionar, claro, los casos de violentas rapiñas ocurridas en el interior del país por el corrimiento del delito desde la capital.
Mientras desde el Ministerio del Interior sostienen que hay un descenso del 25% en los homicidios correspondientes al primer trimestre, ningún dato puede darse por cerrado en el complejo panorama del delito. Y deberían saberlo, pero han adquirido últimamente la manía de justificar cada caso como una excepción que no alcanza al ciudadano común cuya conducta no interfiere con el accionar de las grandes bandas.
Entonces, Bonomi tendría que explicar las razones de algunos homicidios ocurridos en el marco de rapiñas a muy pequeños comercios ubicados en barrios pobres. Y debería hacerlo sin apegarse tanto al efecto “Noviembre” (cambios en el Proceso Penal), porque algunos hechos tuvieron como protagonistas a menores y otros casos demostraron, nuevamente, que para estos delincuentes la vida tiene escaso o nulo valor.
A finales de octubre del año pasado, en una entrevista con el semanario Búsqueda, el secretario de Estado afirmó que aunque “a esta altura de la vida, no me animo a decir que lo peor pasó”, “pero creo que sí. El año arranca mal en noviembre con el Código del Proceso Penal. Porque si bien el Código está bien, hubo algunos cortocircuitos. Hubo un crecimiento de la rapiña, de los homicidios, muy importante”.
En este 2019, Uruguay se encamina a cumplir dos años de vigencia del nuevo Código, puesto en práctica en noviembre de 2017. Según Bonomi “cuando se aprueban las modificaciones al Código nuevo, las cosas se enderezan. Entonces, otra vez empiezan a emparejarse los procesamientos con prisión después del Código, con los de antes del Código”. Y nadie discute los casos de procesamientos, sino el retorno de una tendencia que se creía superada.
“La otra cosa favorable es que me pasé meses diciendo que nos están sacando unos 600 policías por día para casos de violencia doméstica y ahora nos están sacando unos 200”. Y nuevamente, nadie discute el incremento de efectivos policiales con nuevos llamados, sino la mala gestión demostrada. Tanto dentro de las cárceles, como fuera, y eso está probado por los resultados negativos.
O ¿cómo explica que un preso mate y literalmente se coma a otro en un recinto carcelario?; ¿que un recluso asesine a su visita que era una mujer embarazada o que se poduzcan tiroteos dentro de los recintos? Si dentro de las prisiones hay drogas, armas de fuego, cortes carcelarios, celulares y récord de homicidios es porque algo pasa. ¿O también se explica en los efectivos que han quitado para cubrir otras situaciones o en la aplicación de un nuevo Código de procedimiento penal?
Porque mientras la visión sobre la seguridad ciudadana continúe ideologizada y sin muchas ganas de terminar con la impunidad, el problema jamás será abordado correctamente y el resultado será el incremento de la violencia de la delincuencia, con casos cada vez más graves.
Pero Bonomi, internamente, lo sabe. Tanto es así que ahora ya no se anima a afirmar que las rapiñas bajarán un 30% para el final de este período de gobierno, como anunciaba con tanta seguridad hace apenas un par de años.
En América Latina y el Caribe, la inseguridad ciudadana compromete el desarrollo de los países y frena el crecimiento económico. Tal como lo definió el subsecretario adjunto de la ONU y director regional del PNUD, Luis López Calva, todo depende de la “gobernanza efectiva”. En América Latina vive el 8 por ciento de la población mundial, pero el 33 por ciento del total de los homicidios se cometen en este continente, donde se encuentran 17 de los 20 países con tasas más altas de homicidios.
En cualquier caso, ¿cuál es la teoría que explica tanta violencia? La respuesta podría ser más sencilla de lo que parece: un delincuente sabe que las probabilidades de ser arrestado tras un crimen en América Latina –incluido Uruguay–, son de por sí muy bajas. Además, en muchos casos la justicia puede ser bastante benigna en comparación con los países del primer mundo, donde los castigos van de cadena perpetua hasta la muerte, pasando por trabajos forzados y aislación total. Por lo tanto, la ecuación riesgo-beneficios es positiva para el delincuente, que ni siquiera considera un problema al corto brazo de la ley.
El informe del PNUD precisa un aspecto que, al menos en Uruguay, se ha reiterado hasta el cansancio.
El control gubernamental no alcanza al poder narco, debido a la ineficiencia de las instituciones encargadas de la protección civil. O sea, organizaciones a cargo de la minoridad, políticas sociales o educación no tienen fuerza en los territorios dominados por la delincuencia.
Por eso la impunidad con la que actúan quienes vuelven a delinquir, es la respuesta de un sistema que no penaliza fuertemente, mientras los demás hacen la vista gorda para no verse involucrados.
Pero lo que espera cualquier ciudadano normal, que sale a diario a sus tareas, es poder ir por la calle o estar en su trabajo sin la “sensación” del peligro sobre él.
Pero allí está el desafío: separar el problema del debate ideológico, y reconocer que la situación que se vive es responsabilidad de un gobierno que hace 15 años está en el poder.
Esa sea, probablemente, la primera política pública segura y con directa llegada a los votantes.