Violencia y germen ideológico

En las últimas semanas han surgido protestas populares en varios países de América Latina, que tienen en común un componente cronológico, que hace sospechar que hay una fuente de contagio que no tiene que ver necesariamente con causalidades internas, sino una conexión internacional con elementos ideológicos que ya fueron común denominador décadas atrás en la región.
El episodio más sonado ha sido sin dudas el de Chile, que comenzó con protestas en las que actos vandálicos protagonizados por algunas decenas de personas, incendios, robos, saqueos y atentados, fue el primer llamado de atención y el puntapié inicial para sucesivas protestas similares, que resultaron crecientes en su número y adhesión, con la contraparte de una represión de los militares, con el saldo de una quincena de muertos, entre víctimas de la represión y los que causaron los propios atentados.
Asimismo, más recientemente, una multitud reunida en Santiago de Chile, que algunas fuentes estimaron en un millón de personas, fue un elemento detonante para que el gobernante presidente Sebastián Piñera pidiera a todos sus ministros que dejaran sus renuncias arriba de la mesa y se decidiera a encarar una revisión de sus políticas en materia social, para atender determinados reclamos, que tuvieron su epicentro en principio en el incremento del boleto del transporte urbano.
Pero movilizaciones similares también se han dado en Ecuador y en Perú, no necesariamente por la misma motivación, pero inequívocamente con el perfil de acciones de grupos de izquierda que históricamente se han valido de legítimos reclamos populares y se han infiltrado en actos masivos para generar desórdenes y revalidar su vieja premisa de que “cuanto peor, mejor”.
Es llamativo además que el dictador venezolano Nicolás Maduro, entusiasmado por el tenor de estas protestas y violencia, se haya ido de boca y apoyado estos movimientos atribuyéndolos a que se está cumpliendo al pie de la letra lo acordado en la última reunión del Foro de San Pablo, una convocatoria de grupos izquierdistas de varios países que tienen como meta en común instaurar regímenes ideológicamente afines en sus respectivos países, y no precisamente por la vía legítima del sufragio, sino socavando las raíces democráticas y atacando la institucionalidad.
El Foro de San Pablo fue creado hace unos 30 años, como reivindicación del derrumbado sistema comunista impulsado desde la ex Unión Soviética, para la que la caída del muro de Berlín fue el principio del fin.
Pese al rotundo fracaso de estos regímenes, que cayeron en cascada luego de la implosión de la URSS, la mecha ideológica se sostuvo desde ámbitos como este foro, que ha encontrado sobre todo en América Latina un caldo de cultivo para seguir reivindicando los postulados panfletarios de la década de 1960 y 1970.
Pero conforme han pasado las décadas y quedado al desnudo el fracaso del modelo cubano, los grupos izquierdistas violentistas se han atrincherado en este foro integrado por intelectuales, integrantes de los partidos comunistas, guerrilleros y exguerrileros, sindicalistas de América Latina, es decir grupos que no creen para nada en la democracia y a la que solo conciben como un peldaño para poder llegar al poder.
Lamentablemente, estos grupos radicales encuentran apoyo en sectores moderados de partidos de izquierda que sin embargo no comulgan con la violencia y tienen sectores democráticos en sus filas, y a pesar de ser minoritarios tienen mucha capacidad de movilización y de presión sobre los moderados, haciendo que éstos les sigan el juego para sostener una presunta unidad cuantitativa que les permita mantener el poder, aunque dejen prendas del apero por el camino.
Las recetas que se siguen aplicando son la de infiltración de activistas que buscan mártires para poder agitar el fantasma de la represión como la crueldad manifiesta de los regímenes de derecha títeres de Estados Unidos, como suelen decir, y encuentran en sectores marginados, con serios problemas de acceso al consumo, ante la desigualdad en la distribución de la riqueza, el objetivo de usarlos como carne de cañón para sus designios.
Y este plan ha quedado plenamente de manifiesto en Chile, donde evidentemente existen desigualdades sociales, que sin embargo no pueden atribuirse al gobierno de Piñera, como señalan los activistas para justificar sus desmanes, teniendo en cuenta que durante treinta años en la nación trasandina se han alternado gobiernos de distinto signo, incluyendo a los socialistas, con el de Bachelet que antecedió al de Piñera, precisamente.
En los sucesivos períodos esta situación no ha modificado, aunque se ha tenido éxito, basado en el crecimiento del Producto Bruto Interno (PBI), con una disminución de la pobreza, una inflación de sólo el 2%, y un déficit fiscal y deuda pública controlados, además de una expansión comercial puesta de manifiesto a través de acuerdos comerciales con más de 30 países, entre otros parámetros sostenidos tanto en los gobiernos últimos de Piñera como en los de Michele Bachelet.
Pero esta movilización de violencia selectiva, según el gobierno del que se trate, confirma que de lo que se trata es de motivaciones ideológicas y no de raigambre popular, porque sería de ingenuos creer que los incendios y los graves destrozos de las estaciones de metro, asaltos de turbas a hoteles, quema de comercios y saqueos hayan sido el resultado de una acción espontánea por las penurias de los protagonistas.
Esta es inequívocamente una acción concertada y dirigida a desestabilizar gobiernos democráticos en Chile y la región, porque al fin de cuentas, en este pensamiento delirante de los enemigos de la democracia, lo que “hacemos los buenos”, (ellos naturalmente) aún por métodos violentos, “es por el bien de todos”, y tiene por lo tanto en su mesianismo plena justificación, aunque el pueblo, votando en democracia, les dé la espalda en las urnas.