Desde el Interior viene el cambio

Aunque resta la confirmación que llegará con el escrutinio definitivo, por cuanto la cifra de votos observados supera a la diferencia obtenida por ambos candidatos, los datos indican que por estrecho margen –aunque igualmente alcanzaría con un voto de diferencia– los uruguayos se pronunciaron este domingo en las urnas por un cambio en la conducción del país, tras haber otorgado un crédito al Frente Amplio por 15 años, en el marco de una instancia democrática en la que tanto los dirigentes como protagonistas directos de la convocatoria popular lo hicieron en forma ejemplar, en consonancia con la conducta tradicional de la enorme mayoría de la ciudadanía.
Y el mensaje de las urnas expresa que el Uruguay ha votado por un cambio, por la alternancia en el poder, lo que es sano, porque en alguna medida permite poner freno a desbordes en que muchas veces se pretende ejercer el poder sin el control debido, –recuérdese que el Frente Amplio con su mayoría regimentada en el Parlamento bloqueó numerosas comisiones investigadoras sobre hechos notorios de posible corrupción– y a la vez se habilita a corregir rumbos en áreas en las que la ciudadanía con su voto marca falencias a las que no se ha atendido debidamente.
Pero el hecho de que la diferencia entre ambos candidatos resultó mínima, a medida en que se iban conociendo las proyecciones de las encuestadoras, –contrariamente a que las consultoras hasta la semana anterior daban cuenta de un margen claro en favor de Luis Lacalle Pou–, generó sensaciones agridulces en ambos comandos y entre los simpatizantes de uno y otro aspirante a la Presidencia, por cuanto si bien en el Frente Amplio era evidente, con el paso de las horas, que crecía la expectativa y la esperanza por haber votado por encima de las previsiones, esta remontada no fue suficiente para alcanzar el triunfo.
Sin embargo, en su discurso sobre las 23.30, Daniel Martínez no reconoció la derrota y arengó a la multitud dándole esperanza de una hipotética reversión de los resultados, contra toda lógica. Lo que es explicable en la tensión del momento, en las largas y agotadoras horas de estar en la huella en procura de motivar a sus votantes en una elección que intentó dar vuelta hasta último momento, y porque casi lo consigue.
Pero un dirigente político tiene que dar en todo momento la talla, y debió por lo menos implícitamente aceptar que los uruguayos, aunque por mínima diferencia, han optado por el candidato de la oposición, porque así lo decidieron. Porque esto es la democracia, el reconocer la voluntad popular aunque no nos guste, además de asumir que los militantes también tienen capacidad de razonamiento propio, más allá de lo que diga el conductor de la fuerza política.
Es que si bien la diferencia es del orden de casi 29.000 votos, contra poco más de 35.000 votos observados, los antecedentes históricos y los muy inmediatos indican que los votos observados son adversos al Frente Amplio y que siempre los sufragios que ha recogido están por debajo de los porcentajes que obtiene en la elección. Una prueba de ello es que el 27 de octubre la coalición de izquierdas no llegó siquiera al 28 por ciento contra el 40 obtenido en la elección y consecuentemente la lógica indica que la oposición obtendrá incluso algunos miles votos más de ventaja en el escrutinio de los votos observados.
Y esta vez, contrariamente a lo que había ocurrido en elecciones anteriores, la victoria de la coalición multicolor tiene su origen en el Interior, en la amplia mayoría obtenida por Lacalle Pou en 17 departamentos –en 2014 había ganado solo en 7– que permitió contrarrestar la diferencia del oficialismo en Montevideo y Canelones.
Pero más allá del aspecto electoral, sin dudas –lo señalamos en más de una oportunidad– todo gobierno tiene cosas positivas y de las otras, pero lo que no es de recibo es que se manifieste soberbia y se abuse del discurso autocomplaciente, dividiendo a los uruguayos entre buenos y malos, y por lo tanto desechando todo lo que propongan y planteen estos últimos simplemente por el origen de la iniciativa, más allá de sus bondades y defectos.
Este ha sido precisamente el mayor saldo deficitario del actual oficialismo, por encima de errores de gestión, tozudez y miradas ideológicas que se extendieron más allá de lo razonable, hasta en el relacionamiento internacional, además de las políticas internas.
No hace falta ser un observador muy agudo, además, para inferir que en esta autocomplacencia, alentada por el microclima que da el poder, las mayorías absolutas en las cámaras y el coro de los más favorecidos del entorno del gobierno, no permitió identificar debidamente en el Frente Amplio que los ciudadanos se cansaron de la tibieza en materia de seguridad, cuando los dirigentes y el propio candidato presidencial oficialista “descubrieron” la inseguridad que va en aumento en el Uruguay recién después de que los ciudadanos de a pie metieron más de un millón 200.000 votos en las urnas en apoyo a la reforma Vivir sin Miedo, pese al vacío que le hicieron las orgánicas de todos los partidos.
No ha sido este el único factor, ni tal vez el principal, porque la economía, la falta de empleo, la pérdida de competitividad, el déficit fiscal, los costos exorbitantes para el desenvolvimiento de muchas empresas que están prácticamente ya sin rentabilidad, han incidido para que esta vez la mayoría optara por el cambio de gobierno, la revisión de políticas que han dejado sin margen de maniobra al actual gobierno y en gran medida al que asumirá el 1º de marzo de 2020, debido al gasto público rígido que se incorporara durante las gestiones del partido saliente.
De ninguna manera puede decirse que la izquierda ha hecho todo mal, porque ningún gobierno es tan ingenuo como para pegarse voluntariamente un tiro en el pie, sino que el punto es que la combinación de ideología y soberbia, la presión de grupos radicales, la falta de autocrítica y el apostar a que las condiciones externas nos seguirían favoreciendo eternamente, derivó en la autocomplacencia y el hacer oídos sordos a los legítimos reclamos ciudadanos, atribuyéndolos a “jugadas políticas” de la oposición para desestabilizar al gobierno.
En los hechos la mayoría se ejerció a menudo pasando por arriba como aplanadora a las minorías, sin escucharse voces disidentes y otras opiniones que pudieran enriquecer las políticas. A partir del nuevo gobierno, el 1º de marzo venidero, el mandato que surge de las urnas es que quien tenga la responsabilidad de ejercer el gobierno, debe escuchar a la otra mitad y gobernar para todos los uruguayos, sin exclusiones y sin soberbia.
La renovación en el poder es el mandato. No va ser fácil para el nuevo gobierno y mucho menos es la hora de pretender hacer algo refundacional. Sí tener oídos abiertos, atender todas las voces, sin mesianismos y con altura de miras, compartir costos políticos entre todos para hacer lo que se debe hacer para obtener los resultados en el corto, mediano y largo plazo, extirpar la corrupción tan pronto se detecte –ésta va con el ser humano y ningún partido está vacunado– y no temer la autocrítica y hacer los correctivos a tiempo, cosa de no caer en la misma soberbia y antagonismos que se reprocha a los antecesores en el poder.