¿Seguimos siendo diferentes?

Pudo leerse en la agencia EFE de noticias que Uruguay era la excepción a la regla en América Latina. Y lo comentaron a su manera. Hablaban del estallido social en Chile, los problemas económicos en Argentina, la crisis institucional en Bolivia, los aparentemente eternos problemas en Venezuela, el populismo de ultraderecha brasilero, Ecuador y Perú que se sumaron también al ambiente social complicado, y, en medio –o al costadito– de todo el panorama: Uruguay.
O “la granja de hippies” como dicen los de EFE, comparándonos con los pelilargos de vaqueros Oxford de las décadas del 60 y 70 que pregonaban la paz y no la guerra.
No dejaba de ser un elogio por más que fuera hecho de esa forma tan particular. Detallaban también que aquí los famosos pueden caminar por la calle sin ningún problema, tanto los nuestros como los extranjeros, poniendo como ejemplos cúlmines a Keanu Reeves y Paul McCartney, que, cuando anduvieron por aquí, lo hicieron con la tranquilidad de cualquier hijo de vecino porque aquí “nadie es más que nadie”.
Un país que sería lo más parecido a un oasis en medio de un desierto. De un desierto violento, donde los gobiernos se equivocan –o no– la gente reacciona, la sangre se subleva, vuelan piedras, se queman vehículos, los pueblos se enfrentan entre sí en una guerra campal donde todo termina en muerte y destrucción.
Y parece que ningún país de América del Sur se salva. Salvo el nuestro. Porque aquí hemos aprendido de la historia, algo que parece que pocos pueblos hacen.
Sabemos que la efervescencia social es algo positivo pero hasta cierto punto. Que quejarse es un derecho, pero que todo se resuelve mejor en las urnas, que ese vecino o hasta ese amigo que piensa diferente puede seguir siendo tan solidario con nosotros, y nosotros con él, sin importar que, en el cuarto secreto, elija otra papeleta y no la misma que nosotros.
Evo Morales y Jeanine Áñez no se pueden dar la mano y debatir como lo hacen aquí nuestros políticos, tampoco pueden hacerlo Maduro y Guaidó, o Bolsonaro y Lula, ni siquiera Macri con la verdadera mandamás de la línea peronista, o sea, Cristina Kirchner.
Tanto en Bolivia, Venezuela, Chile, Argentina, Brasil, Ecuador o Perú, la democracia de la que aquí nos jactamos tanto, es un valor depreciado. O por lo menos la instancia de votación. Si los problemas no se solucionan con el voto del pueblo, pues bien, lo solucionan de otra manera. Algo que a los uruguayos ni se nos pasa por la cabeza.
Hemos aprendido con sangre, sudor y lágrimas que llegar “a las últimas consecuencias” será muy digno y apreciado por los libros de historia, pero que, al ciudadano de a pie nunca le trajo buenas consecuencias.
El precio a pagar es el de a veces pasarnos de tranquilos, de soportar demasiado, pero igual parece bastante justo cuando se habla de las decenas de muertos en tal o cual levantamiento por aquí y por allá.
Probablemente las familias de esos fallecidos hubiesen preferido no sentir tanto orgullo por ese familiar pero tenerlo vivo al lado de ellos, por más justa que les siga pareciendo la causa por la que murió.
Porque por más razón que tengamos y por más equivocado que nos parezca el que tenemos en frente, el modo uruguayo nos empuja siempre más hacia el raciocinio que al apasionamiento.
Y será algo muy poético eso de la pasión, pero ya sabemos también que mejor dejarlo para otros órdenes de la vida y no mezclarlo con la política. Para eso está la cancha, o el amor.
Lo que por supuesto no quiere decir que aquellos que sientan por la bandera de su partido algo más que una simple adhesión estén en un error. Simplemente saben que otro puede sentirlo por otra diferente y que ese es el juego de la democracia.
Bien, hasta aquí los elogios a nosotros mismos. O quizá elogio a la fama que tenemos. Que por algo la tenemos, por supuesto. Pero el problema con la fama es que no siempre refleja la realidad.
Mientras la tarde del domingo electoral se despereza y los siempre fieles uruguayos acuden en casi su totalidad a las urnas, aún faltan horas para saber los resultados y la frase periodística “los comicios se desarrollan con total normalidad” seguramente será pronunciada como siempre por los sacrificados reporteros apostados en las mesas electorales.
Seguramente. Porque somos diferentes. Aunque, si miramos nuestro fenómeno de tolerancia y republicanismo un poco más de cerca, hay ciertos llamados de atención que convendría no ignorar.
Que la campaña se puso ríspida en sus últimos tramos no lo puede negar nadie. De un lado y del otro. Algo hasta lógico si se piensa en lo ajustado de los resultados. A pesar de eso, los candidatos mantuvieron su cordura y su civismo.
¿Y los votantes? ¿También se mantuvieron dentro de sus cabales? Si nos comparamos con otros países podría decirse que sí, pero si nos comparamos con nosotros mismos parece que ha llegado la hora de poner las barbas en remojo.
Vehículos apedreados, insultos, amenazas y también las clásicas teorías conspirativas han aparecido a medida que el acto eleccionario se acercaba. Fenómenos a la vez aislados pero totalmente nuevos para nuestro clima social. Y no estamos hablando de la seguridad social que de sobra sabemos que no es lo que era. No. Hablamos de hechos directamente relacionados con las elecciones.
A estas alturas, importa poco que tal o cual hecho haya sido fabricado o no, que haya sido fruto de una puesta en escena o si realmente los responsables son de este lado o del otro del espectro político. Lo que importa es que ciertas cosas realmente ocurrieron. Que los que las hicieron, hayan sido los supuestos culpables o maquiavélicos conspiradores, ven como válido para sus fines el camino de la violencia.
Hasta ahora, contra objetos y no contra personas. Pero también sabemos que, destapar la caja de Pandora de tal actitud y después pretender que nadie salga herido, es una utopía.
Y a estas alturas habría que tener en cuenta que el mundo, o por lo menos una parte importante de él, nos mira. Como país pequeño, nos pueden ignorar durante años, pero, cuando hay elecciones, siempre somos noticia. Máxime cuando el continente en que también vivimos –a no olvidarse– está tan convulsionado.
Tan preocupados estamos por ver quién gana y quien pierde que olvidamos que el mundo que nos mira también observa con admiración y hasta con envidia nuestra idiosincrasia y nuestras actitudes.
La democracia que mentamos tanto a la hora de votar, no comienza cuando el voto es introducido en la ranura de la urna. Empieza mucho antes, en nuestra vida diaria.
Algo que alguien dijo alguna vez y que no debemos olvidar. Al menos si queremos seguir siendo tan diferentes a nuestros vecinos como dicen que somos.