Cambiar la forma de pensar

En junio vencerán más de 150 convenios colectivos y ante la nueva realidad planteada por la pandemia, con unos 200.000 trabajadores en el seguro de desempleo, las negociaciones se presentarán complicadas. La delgada línea entre negociar por mejores condiciones salariales y laborales o conservar los puestos de trabajo, se ve con más claridad que en otras oportunidades.
El gobierno elabora una propuesta que presentará a trabajadores y empresarios del sector privado, con pautas de incrementos por un lapso que llamaron “puente” –por un año– hasta convocar a una ronda salarial el año que viene. Pero los sindicatos y las cámaras empresariales saben que el panorama no está para los tironeos. Y está claro por más paros y movilizaciones que organicen. Porque los carteles arengan para un lado, cuando la realidad apunta para otro.
La propuesta de la central sindical oscila entre mantener los ajustes por inflación y barajar de nuevo en 2021, o resignar los aumentos de sueldos para proteger los puestos de trabajo. Del otro lado, no hay garantías de una cosa ni la otra. Porque la transformación fue tan vertiginosa que el tiempo para esperar y ver qué pasa no se puede calcular. La incertidumbre gana terreno y la capacidad negociadora será el fiel de una balanza que por ahora pesa en el sentido negativo.
La encuesta de la Cámara de Comercio y Servicios y Equipo Consultores señala que el 66% de las empresas prevé una baja en las ventas y el 22% que se mantendrán en el segundo trimestre. Las respuestas positivas se encuentran entre las empresas de cuidado, construcción, ferretería, pinturerías e informática. Las más negativas, están entre las agencias de viaje, ópticas y jugueterías.
De acuerdo a esta consulta, las empresas esperan en promedio unos siete meses de afectación en la actividad comercial y más de la mitad reconoció que bajó la cantidad de personal. Los rubros en los que registraron mayores bajas de trabajadores se encuentran en hoteles, agencias de viaje, restaurantes y confiterías. Y el mes de mayo es bastante gráfico con esa realidad, con unos 27.000 trabajadores en el seguro, de los cuales el 12,7% tienen causal de despido. Aunque bajaron los envíos al subsidio, se incrementaron las desvinculaciones.
Solo puede comprenderse la realidad en su globalidad y si reconocemos que, por fuera del coronavirus, la economía uruguaya venía creciendo poco desde hace años. Por eso era constante el tironeo entre salario y empleo. El virus complicó una economía ya lesionada y con poca espalda para negociar hasta sumirla en una recesión de expansión planetaria.
Porque el desempleo se incrementa y la inflación crece hasta dos dígitos. Y lo reconoce el propio Instituto Cuesta Duarte, dependiente del Pit Cnt, que el 2019 cerró con unos 469.000 trabajadores que percibían menos de 20.000 pesos líquidos por 40 horas semanales. Es decir que antes de COVID-19 el escenario no era halagüeño y la brecha se profundizaba en las mismas poblaciones que, desde hace tiempo, siguen en situación de vulnerabilidad. Las mujeres, los jóvenes y trabajadores del Interior reciben ingresos sumergidos, tanto sea por baja calificación o por falta de registro en la seguridad social.
Por el otro lado, Uruguay tiene una alta carga impositiva y un pesado Estado sobre los hombros de todos. La regla fiscal, recientemente anunciada, servirá para poner un tope a cómo se gasta y evitar el derroche, pero siempre estará ligado a compromisos ya asumidos.
El gobierno propició un congelamiento de precios de los artículos de la canasta familiar por unos tres meses, pero no frenaría la inflación –impulsada por otras variables– si bien podría contener temporalmente la suba del IPC.
Y, a pesar de un análisis muy particular en Uruguay, es notorio que América Latina está a prueba con sus economías frágiles y sistemas de gobierno cuyas decisiones políticas han cambiado de una elección a otra. Todos han recurrido al Estado para una respuesta a la demanda social que se ha traducido en diversas maneras, pero las que se repiten son las transferencias económicas. A diferencia del nuestro, en la región hay países que vienen de estallidos sociales desde finales de 2019 y también pesan los liderazgos políticos.
Son nuestras economías emergentes que sufren los costos sociales en fuentes de trabajo porque decae la demanda de materias primas, se desploma el turismo y los capitales tranquilizan sus inversiones hasta que pase la pandemia. No es muy difícil de razonar que este escenario trae de su mano un incremento de la pobreza.
Como sea, las agendas políticas cambiaron sus prioridades drásticamente y aquí es cuando más se anhela que los gobernantes apliquen las denominadas políticas contracíclicas que no duren solo un mandato –como el caso de Uruguay– o se acostumbren a mirar la pizarra electoral para ver la posibilidad de llegar a un nuevo período. El coronavirus ha dejado una enseñanza muy clara y es que en la política hay que pensar en la gente y gobernar para ella. Y también confirma que al menos 130 millones de latinoamericanos trabajan en la informalidad, por lo tanto limita el desarrollo de la región y sus países. Incluso los ciñe en emergencias sanitarias –como se aprecia con COVID-19– porque no cuentan con ingresos y los estados estados deben asistirlos.
Es un estrés social, político y económico que afecta al empleo, como el gran motor de las economías. Resta aguardar por las consecuencias pos coronavirus y que no se traduzcan en mayor ingobernabilidad ante el malestar social que dejará en los países que mantuvieron un largo confinamiento.
Por eso la denominada “vuelta a la normalidad” no será igual en todos lados. Dependerá de la capacidad negociadora y dialoguista para avanzar. Porque habrá que reconocer en algún momento que esta crisis humanitaria global ha cambiado hasta la forma de pensar.