Las alturas políticas en tiempos de pandemia

La logística para el transporte, almacenamiento y distribución de la vacuna contra la COVID-19 es extremadamente compleja y prácticamente pocos países del mundo se encontraban preparados para esa tarea.
Para tener una idea, la Asociación Internacional de Transporte Aéreo calcula que para dar una dosis única a 7.800 millones de personas, son necesarios unos 8.000 aviones de carga Boeing 747. En la actualidad la flota mundial de Boeing tiene 2.010 aviones y no todas las aeronaves cuentan con las características necesarias para la carga.
Las empresas se encuentran en vías de adaptación para el transporte de estos productos, pero no es solo la cantidad lo que preocupa, sino las condiciones requeridas bajo un estricto protocolo para su traslado.
Porque un pequeño error en la cadena puede inutilizar las vacunas. El denominado “hielo seco” llega hasta unos -70 C y es apropiado para el transporte de las vacunas que elabora Pfizer y Moderna que necesita -20º, pero muy pocas empresas en Europa lo elaboran. Por eso, no es lo mismo estar discutiendo –tal como ocurre ahora mismo– sobre la demora en las decisiones de hacer llegar las vacunas y las condiciones adecuadas para su llegada y aplicación hasta el brazo de cualquier usuario.
Es decir, transporte hacia las ciudades y localidades, distribución a los centros de atención a la salud en general, personal técnico y espacio para el almacenamiento en las mismas condiciones en las que arribó al país.
Una decisión harto complicada para cualquier gobernante de un país con determinadas limitaciones. Incluso la comunidad científica debió asumir el desafío y las presiones de desarrollar las vacunas en un tiempo récord, cuando en realidad su investigación y prueba llevaban hasta veinte años.
En el continente, Chile recibió el primer cargamento el 24 de diciembre y cubrirá al 1% de la población compuesto por personal sanitario de las zonas con más casos, en el primer trimestre del año próximo se extenderá a adultos mayores y enfermos crónicos. A mediados de 2021 llegará al resto de la población.
Costa Rica recibió unas 9.700 dosis, México recibirá 1,4 millones de dosis al final de enero y San Pablo recibió 5,5 millones de dosis de una vacuna que aún no se puede distribuir porque aún no hay conocimiento de sus estudios clínicos. Es decir, para su densidad poblacional, los países adquirieron cantidades ínfimas.
Todas estas cuestiones no se ponen en juego, al momento de instalar un debate político y público –fundamentalmente a través de las redes– donde la discusión se ha vuelto simplista, en el sentido estricto de la palabra, porque se recurre solamente al argumento de la falta de planificación o de estrategias, cuando una casta política conoce las presiones existentes en un mundo donde priman los intereses de otros países aún más poderosos.
Estas informaciones, disponibles para cualquier ciudadano, están en conocimiento de la oposición que hoy divulga el ofrecimiento de Argentina para la llegada de un insumo que no cuenta con la información suficiente para su aplicación, incluso en su país de origen, donde no ha sido recomendada para mayores de 60 años. Además, Uruguay cuenta con el crédito necesario para comprar lo que resuelvan las autoridades sanitarias.
Por el momento, con vacunas o sin ellas, la población deberá sostener un cuidado que ya muestra sus señales de agotamiento, a ocho meses y medio de iniciada la emergencia sanitaria.
De cualquier modo, no todo es válido en política. De lo contrario, se cruza la línea de la política con minúscula, cuando la circunstancia por la que atraviesa el planeta requiere una mirada de mayor altura.
Las cifras día a día, a nivel global, demuestran las dificultades por el freno a un virus que cambia de cepa y deja los esfuerzos agotados, tanto de los servidores públicos como de la ciencia para llegar con un mensaje certero a la población.
Porque en Europa o en Estados Unidos también se adoptan medidas antipáticas que provocan las reacciones de los ciudadanos. Con la salvedad que Uruguay no llegó a una cuarentena obligatoria, tal como ocurrió en otras naciones con resultados relativos.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió que la COVID-19 no será la última pandemia. En realidad, así lo indica la historia de la humanidad. Nunca hubo una “última” crisis sanitaria que pusiera en jaque a los gobiernos.
El año pasado –antes de la aparición del coronavirus– fue presentado el primer informe sobre la Preparación Mundial de Emergencia Sanitarias que revelaba la poca preparación de la humanidad ante eventos de este tipo. Incluso iba a más: “Todos los esfuerzos para mejorar los sistemas sanitarios resultarán insuficientes si no van acompañados de una crítica de la relación entre los seres humanos y los animales, así como de la amenaza existencial que representa el cambio climático, que está convirtiendo la Tierra en un lugar más difícil para vivir”. No es tan difícil de comprender el alcance de este juicio tan certero como actual.
Porque las consecuencias de una emergencia sanitaria trastocaron los balances de la economía y dejaron a millones sin empleo. Y ese es un escenario que debe valorarse al momento de tirar un tema sobre la mesa que caiga como caiga.
Esta pandemia dejará varias lecciones de vida a las personas. Esperemos que todo el espectro político –particularmente el nuestro– se encuentre a la altura de la circunstancias. Porque es necesario un enfoque humano y social bastante más abarcativo que la mezquindad con la que se manejan algunos referentes.